La identidad de la mujer del siglo XXI no está gravitando sobre el intento de ser como el hombre, ni siquiera de rebelarse contra sí, ni de renunciar totalmente a sus papeles tradicionales; las nuevas generaciones de mujeres no pretenden ir contra corriente sino que quieren un espacio propio, donde poder desarrollar todo su mundo interno. En la nueva estructura familiar que ha surgido con la incorporación de la mujer al mercado laboral, el hombre también debe aportar al sistema familiar su afectividad, el cuidado de los hijos y el cuidado de la casa. Entre hombre y mujer existen diferencias en cuanto al sexo, que no hay que menospreciar, pero tenemos que remediar las desigualdades producto de la cultura, asegurar una efectiva igualdad ante la ley y promover la igualdad de oportunidades.
Sexo y género contribuyen con dos dimensiones de la persona. El sexo es el conjunto de características genéticas, biológicas y fisiológicas de cada ser humano. Nacemos con ellas, son innatas y de alguna manera son inmodificables. Establecen las diferencias entre machos y hembras, entre hombres y mujeres.
El viejo mito del hombre dedicado a la caza y la mujer a la casa, como prototipo de las actuaciones de cada uno de los sexos, de alguna manera ha permanecido a lo largo de los tiempos y ha contribuido a las desigualdades de género. El género es el conjunto de características sociales y educacionales asignadas a la persona. Características históricas, modificables que se van fraguando con el tiempo. Establece la distinción entre lo masculino y femenino. En palabras de la antropóloga mexicana Marta Lamas, “el género es la construcción sociocultural de la diferencia sexual”. El género se define socialmente. El niño o la niña al nacer no saben cómo desarrollar el papel de hombre o mujer y es a través de la relación con sus progenitores, la educación y los mensajes culturales cómo van configurando su rol masculino o femenino.
Desde hace unas décadas, la mujer ha ido tomando conciencia de su propio ser y ha comenzado el largo camino de dar respuesta a sus propios interrogantes. En un primer momento, al sentirse desvalorizada y “esclavizada” por el hombre, quiso ser como él: la palabra igualdad es quizá una de las más repetidas por las mujeres de nuestro tiempo. Comenzó un proceso de imitación: vestir como el hombre, beber y fumar como el hombre, desarrollar un trabajo extradoméstico como el hombre. Todo ello sin renunciar a las “obligaciones” como mujer, esposa y madre.
Lo que cada día tiene más claro la mujer de hoy es el poder sobre el hombre, en una doble dimensión: por su capacidad de expresar las emociones y por su característica de validar la masculinidad del varón. La nueva imagen de la mujer, en la familia del siglo XXI, no estará gravitando sobre el intento de ser como el hombre, ni siquiera de rebelarse contra sí pero tampoco en renunciar totalmente a sus papeles tradicionales. El nuevo modelo de mujer deberá intentar buscar su propia identidad dentro de la realidad cambiante y dinámica de la institución familiar. La solución no está en ir contra corriente sino en defender un espacio y función propia dentro del sistema familiar. Es decir, la mujer quiere un espacio propio donde poder desarrollar todo su mundo interno. En la nueva estructura familiar que está surgiendo el hombre no es el único que aporta los recursos para la subsistencia de la familia y, por lo tanto, ya no es necesario que siga con su “rol de cazador”: valeroso, independiente, agresivo, racional, etc. El hombre y la mujer son diferentes en cuanto al sexo (biología, genética, etc.), desiguales en cuanto al género (rol cultural, papel en la familia, oportunidades labores, etc.) pero iguales ante la ley. Deberemos procurar no menospreciar las diferencias en cuanto al sexo, remediar las desigualdades, producto de la cultura e intensificar y promocionar la igualdad ante la ley.