Lo peor que le puede pasar a una sociedad es perder los modos y abandonar sus deberes sociales. Hace tiempo que el mundo precisa actuaciones diligentes, que se omiten o se hace un mal diagnóstico de la situación. Sucede con el tratamiento de la galopante crisis que padecemos en todo el planeta. El análisis tiene que ir más allá de la mera recuperación de los sistemas financieros, y las políticas económicas han de considerar necesariamente sus consecuencias sociales para poner remedio. Por este mal dictamen en la solución de la crisis, que es global, el impacto está siendo gravísimo en países con sistemas de protección social endebles, como reconoce el Informe sobre la Situación Social 2011 publicado por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU (DESA).
Está bien que se recuperen los sistemas financieros, pero no, (¡jamás!), a expensas de devaluar los sistemas educativos, alimentarios o de salud, que afectan al bienestar humano. Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse con valentía su modo de gestionar los bienes y de administrar el poder, prestando más atención al bienestar de sus pueblos, lo que exige más aplicación y más previsión, será difícil imaginar que se pueda salir de esta crisis.
Por otra parte, el mercado laboral, que al fin y al cabo es el que injerta el nivel de bienestar al hogar, es cada día más selectivo y más escaso. Las negligencias en las políticas centradas en el empleo acrecientan la pobreza en el mundo. Desde luego, las fuerzas sociales tienen que trabajar mucho más diligentemente por la causa común de generar empleo, por ampliar la protección social, por respetar las normas laborales, por promover el diálogo social y por fomentar una globalización equitativa.
Ciertamente, no se puede avanzar hacia una nueva era de justicia social, mientras el mundo actúe con dejadez en las políticas sociales. Realmente, pienso que nos puede la desgana social, la desidia e indiferencia hacia el pobre, lo que hace imposible progresar verdaderamente en el ideal de un desarrollo sostenible solidario. Bajo estas mimbres cortas y mezquinas, tenemos lo que tenemos, una realidad colapsada de incertidumbres, con unas familias ahogadas que ven que sus necesidades y aspiraciones no son realmente una prioridad para los gobiernos de turno. Nos preocupan las instituciones financieras que no vayan a la quiebra, pero nos importa un rábano que quiebre la persona. ¿Cómo pueden ser más importantes las finanzas que los seres humanos? Cuánta pena y qué calvario tener que acostumbrarnos a convivir con el sentimiento de injusticia. Yo me niego. Nuestra responsabilidad colectiva es impedir que la crisis siga afectando a los más débiles, que son los que evidentemente están pagando la factura, por negligencia de los poderosos sobremanera.
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