Hace tiempo se introdujo el término “post-democracia” para designar una situación de estabilidad de las democracias contemporáneas que, para los más optimistas, suponía celebrar su asentamiento definitivo y, para los pesimistas, una etapa caracterizada por la mediocridad y la degeneración. Tal vez las dos perspectivas no sean contradictorias sino modos de ver una misma realidad, que se banaliza en la misma medida en que se consolida. En el fondo, ¿es que ya no resulta posible cambiar nada o que todo cambio únicamente puede hacerse en el interior del sistema que pretende cambiarse?
Para resolver este enigma es necesario entender cómo se tramita el malestar en la sociedad contemporánea. Y aquí observamos unos fenómenos que podemos calificar de “posrevolucionarios” en la medida en que son más insurrecciones expresivas que subversiones desestabilizadoras. Un indignado no es un revolucionario, del mismo modo que el agitamiento no equivale necesariamente a capacidad de transformación. No hay revoluciones por las mismas razones que explican la ausencia de un verdadero antagonismo político: hay diferencias y cambios, por supuesto, pero el tiempo político ha dejado de regirse por una lógica de sublevaciones. La confrontación política no es un choque de modelos. No se da este contraste en el antagonismo oficial, regido por un tiempo político plano en el que actúan gobiernos que resisten y oposiciones que aguardan (la mejor justificación para un cambio de gobierno es su carácter higiénico, no su proyecto alternativo). Cualquiera que no esté en el gobierno representa al “cambio”, que no es un valor ni de izquierdas ni de derechas, sino de la oposición.
Se nos ha desestructurado el lenguaje relativo al cambio, con lo que todo ello supone de concepción del tiempo histórico y de la intervención política. En el lenguaje progresista la revolución ha sido sustituida por la modernización, la adaptación y la innovación; las reformas son un término más bien de derechas; y en la izquierda extrema hay gestos críticos, pero no una teoría crítica de la sociedad (mucho menos un programa de acción). Buena parte de lo que dice y hace no son más que ademanes de heroísmo frente al mercado o simple melancolía.
Los liberales apelan a la sociedad civil y la izquierda poscomunista a la multitud, ambos conceptos muy líquidos y muy poco políticos. Ya no estamos en la era de la derecha y la izquierda institucionalizada, sino en la del Tea Party y los movimientos sociales. La derecha prefiere el mercado que el Estado y la izquierda formula, en vez de las tradicionales formas de lucha sindical, social, institucional o armada, unos sustitutos de combate como el exilio, la defección o la nomadización. Por supuesto, nada que recuerde a la vieja aspiración de asaltar el poder; la propuesta más ambiciosa es la de beneficiarse de los intersticios o de las zonas desocupadas por el Estado.
Siempre que ocurren estos efectos de irritación hay quien los interpreta como una especie de epifanía de lo verdaderamente político, en contraste con un sistema o una clase política a las que se considera como realidades cosificadas. En la estela de Guy Debord o Giorgio Agamben, Zizek acaba de documentar dicha expectativa en su libro Living in the end of times. Se trata de una evocación de un orden del mundo completamente distinto que no nos da la menor indicación acerca de en qué podría consistir, qué actor social podría provocar un cambio de tales dimensiones y qué forma de acción sería la más apropiada. Este pop-leninismo equivale a la esperanza de que el cambio hacia un nuevo orden resultaría del proceso de autodestrucción del orden existente. En el escenario milenarista no hay nada que se parezca a una descripción acertada y crítica de la sociedad contemporánea. Cuando el valor de diagnóstico es prácticamente nulo, puede uno estar seguro de que, salvo esperar al apocalipsis, no podemos hacer nada.
La política es el ámbito social que más impresión da de paralización; ha dejado de ser una instancia de configuración del cambio para pasar a ser un lugar en el que se administra el estancamiento. Esta circunstancia es valorada de diferente manera según sea uno un liberal que lamenta la lentitud de las reformas o un izquierdista que se queja de la ausencia de alternativa.
La indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionismo expresivo no deben ser entendidos, a mi juicio, como la antesala de cambios radicales sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo. El problema de los grandes gestos críticos no es que se proponga algo diferente, sino que las cosas suelen quedar inalteradas cuando las modificaciones deseadas están fuera de cualquier lógica política.