Buen conocedor de sí mismo, el hombre modesto observa el mundo como una auténtica escuela e interpreta su vida como un permanente proceso de aprendizaje. El hombre prudente sopesa, analiza, aquilata y sólo después toma las decisiones que estima han de ser más convenientes para su vida personal o, en el caso de ejercer responsabilidades públicas, para la vida social. “El rasgo distintivo del hombre prudente –dice Aristóteles- es ser capaz de deliberar y de juzgar de una manera conveniente sobre las cosas que pueden ser buenas y útiles para él; no bajo conceptos particulares, como la salud o el vigor del cuerpo, sino las que deben contribuir en general a su virtud y a su felicidad”. Y añade más adelante: “Si consideramos a Pericles y a los personajes de esta condición como prudentes, es porque son capaces de ver lo que es bueno para ellos y para los hombres que ellos gobiernan”.
El perdón nada tiene que ver con la amnesia ni con la renuncia a la justicia y a la reparación, sino que implica el decidido propósito de que el daño que se nos ha hecho no se convierta en el argumento redundante y definitivo desde el que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás.
Quien posee la fortaleza del autocontrol experimenta la fuerza de sus impulsos, pero ha aprendido a moderarlos, no ignora sus apetitos más elementales, pero no permite que sean ellos quienes piloten su conducta. Y es la a capacidad perdonar, quién requiere un proceso de cambio en las motivaciones interpersonales: reduce la búsqueda de revancha y aumenta las actitudes de benevolencia, sin que ello implique dejar de pedir justicia por el daño o injuria recibida o suponga necesariamente una reconciliación. Todas las definiciones psicológicas formuladas sobre el perdonar se centran en un factor común: cuando los sujetos perdonan sus pensamientos, sentimientos, actitudes y conductas hacia quien es objeto de perdón se trasforman en más positivos.
El rencor, si nos paramos a pensarlo, es como una especie de recordatorio o de fotocopia de un dolor del que, haciendo gala de una notable torpeza, no queremos desprendernos.
La falta de perdón es como un veneno que tomamos a diario a gotas y que poco a poco nos va matando. Pensamos que el perdón es un regalo para el otro sin darnos cuenta de que los primeros beneficiados somos nosotros porque nos libra de ataduras que amargan nuestra alma y hasta enferman nuestro cuerpo.
Quienes poseen, pues, la fortaleza de la humildad o de la modestia no sobrestiman, ni subestiman sus méritos. Dejan, sin más, que sean éstos quienes hablen de él ante los demás. Poco dados a la fascinación de los oropeles, hacen de la discreción un hábito y se muestran espontáneamente alejados de cualquier clase de estridencia que hiciera recaer sobre ellos la atención de los demás. En las antípodas del histriónico, si algo en él merece ser destacado, es justamente la discreta naturalidad con que, sin ocultarse, sabe mantenerse en la penumbra, sin dejar de estar participativamente presente, evita con la máxima sencillez ocupar esos lugares de vanidosa centralidad en la que los más fatuos suelen buscar aplausos fáciles y reconocimientos, aunque éstos sean fingidos.
Quien ha desarrollado la fortaleza de la prudencia embrida sus impulsos más primarios cuando, por lograr una satisfacción inmediata, pone en riesgo objetivos más ambiciosos o cuando por alcanzar metas que puedan serle ligeramente beneficiosas, comprende que puede causar quebranto en los intereses colectivos. Sopesa y calibra el resultado de sus palabras y de sus acciones. Tal vez por todo ello puede afirmarse que, en todas las sociedades y en las más variadas culturas, quienes son tenidos por hombres prudentes gozan de universal reconocimiento y se hacen acreedores a la confianza de sus conciudadanos. Ciertamente es así porque existe una conciencia colectiva de que, si bien la prudencia no nos inmuniza frente a posibles males, su ausencia es, sin duda, la forma más certera de atraerlos.