La sanidad es ya el cuarto problema para los españoles, según el barómetro de noviembre del CIS. Al paro, la situación económica, los políticos y los partidos, les sigue la sanidad, que ha ido ganando puestos en esta dolorosa carrera, y no sin razón. Lo verdaderamente extraño es que hasta ahora no se haya convertido en una preocupación para los ciudadanos, que los recortes no hayan afectado en las urnas a los responsables. Es curioso cómo el daño en sanidad tarda tanto en provocar reacción en la ciudadanía, cuando la salud es el bien más básico.
En los últimos tiempos se produce ese goteo de malas noticias, que incluye desde el cierre de plantas, quirófanos, camas, incluso hospitales, a la reducción del número de profesionales, el recorte en los sueldos, el retraso en pagar a los proveedores. Lo conocemos gracias a los medios de comunicación, a través de pacientes que han experimentado el deterioro en carne propia y a través de buenos profesionales, preocupados por el presente y el futuro de la sanidad.
Ante estos recortes caben dos interpretaciones. Una de ellas considera que el gasto en sanidad, tal como se ha venido produciendo a instancias del Estado de bienestar, resulta inasumible y que se precisan nuevas fórmulas, nuevos modelos de organización, para poder satisfacer de un modo sostenible las exigencias que esa forma de Estado planteaba como Estado de Justicia.
Si recordamos que una propuesta es sostenible cuando atiende a las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras, y que una sociedad es democrática cuando los representantes explican sus propuestas de forma sincera y los ciudadanos discuten sobre ellas en la esfera pública, de modo que pueda llegarse a la mayor cantidad de acuerdos posibles, este sería, a mi juicio, un camino legítimo.
Como dicen muchas voces, la tarea más urgente para el nuevo Gobierno y para la sociedad en su conjunto consiste en crear empleo y mejorar la situación económica. Pero en ese mismo nivel de urgencia se sitúa la necesidad de decir la verdad, explicar las propuestas y debatirlas, de modo que los destinatarios de las leyes puedan ser de algún modo sus autores. Lo que no es de recibo entonces, y esta sería la segunda interpretación, es recurrir verbalmente a la necesidad de recortar gastos para cumplir con nuestros socios europeos de una manera rápida, y con esa coartada transformar el Sistema Nacional de Salud, o los 17 sistemas que conviven en España, para que dependan menos de las Administraciones públicas y más del sector privado, sin explicar a los ciudadanos hacia dónde se quiere ir ni someterlo a discusión pública.
Es la vieja política de los hechos consumados, en absoluto democrática, que en este caso juega con la confusión entre la legítima aspiración a no despilfarrar recursos públicos en sanidad y el deseo ilegítimo de cambiar un modelo sanitario por otro sin que las gentes se den cuenta, preocupadas como están sobre todo por el desempleo y la situación económica. “No despilfarrar” es sin duda una obligación. Con el propósito de cumplirla nació en el siglo pasado la Economía de la Salud, dispuesta a hacer el análisis coste-beneficio en la sanidad pública, cuando el gasto se disparó de forma prodigiosa gracias a los avances tecnológicos y a la universalización de la atención. Era preciso fijar unos "mínimos razonables" -se decía-, unos mínimos universales por debajo de los cuales no se podía caer sin incurrir en injusticia flagrante, y para cubrirlos la virtud de la eficiencia resultaba imprescindible. Lo cual es cierto, pero también lo es que en el mundo de la enfermedad el “beneficio” no ha de medirse en dinero, sino en bienestar de todas las personas, resulte su salud rentable o no para el conjunto de la sociedad.
Si las metas de la sanidad son fundamentalmente prevenir la enfermedad, curar lo que puede curarse con los medios disponibles, cuidar lo que no puede curarse y ayudar a morir en paz, la rentabilidad del mundo sanitario ha de medirse en términos de ese beneficio. Para alcanzarlo es necesario conjugar la competencia de los profesionales de la sanidad, la eficiencia para administrar bien los recursos, la justicia, empeñada en alcanzar el bienestar de todas las personas, sea cual fuere su situación social, y la disposición de los Gobiernos a debatir las propuestas en la esfera pública. Si necesitamos nuevas fórmulas, es hora de presentarlas y deliberar ampliamente sobre ellas. Pero lo que no puede hacerse es destruir sin razones plausibles, sin discusión, un sistema que ha conseguido ser históricamente el más justo de los que hemos tenido.