En su vínculo con una persona dependiente, su cuidadora llega a olvidarse de sí misma y desarrolla un miedo al rechazo o abandono, lo que produce un exceso de atención para compensar la propia inseguridad.
A veces, la persona cuidadora busca el reconocimiento de los demás por lo que siempre recurre “al papel de sufridora” en un intento por sentirse valorada. Pero este esfuerzo por ‘aparentar’ bondad y dedicación se vuelve contra ella, pues el dependiente siempre pide más atención y cuidados.
El saber compartir y hacer partícipe a toda la familia de la atención al enfermo crónico es una buena señal de nuestro alto nivel de salud mental y de que no nos consideramos omnipotentes. No somos mejores porque nos carguemos con todo el peso de los cuidados. Además, de esta forma, damos posibilidad al resto de la familia para que demuestre su “cuanto” de solidaridad.
Hay que facilitar al propio enfermo la posibilidad de que pueda expresar sus miedos y temores ante el dolor y la muerte y al propio grupo de cuidadores que puedan intercambiar las preocupaciones, la sensación de hastío o el propio cansancio.
Un enfermo crónico es un enfermo incurable, es decir, nunca volverá al estado primigenio, o bien nunca conseguirá un nivel óptimo de independencia y autonomía. Estará en función de los demás y éstos siempre, de alguna manera, deberán estar presentes en su vida.
Este papel lo asume la mujer de la casa: madre, hija o hermana. Ya sabemos que a la mujer, en nuestra cultura, se le ha asignado el “rol de cuidadora”, que en estas ocasiones llega a olvidarse de sí misma y pensar sólo en el objeto de cuidado: padre, madre, esposo, hijo o hermano.
Resulta comprensible cierto malestar, irritabilidad o culpa en el cuidado de un enfermo crónico: no somos omnipotentes y no es extraño, pese a nuestro cariño y afecto, que en la atención de estos pacientes sintamos momentos de “tirar la toalla”; lo irracional es cuando la vivencia de culpa se refleja en conductas que pueden herir al otro o a uno mismo.
El cuidador debe ser consciente de sus propias limitaciones. Es frecuente contemplar a la madre o cualquier familiar (padre, hermano, etc.) que no se separa para nada del lecho del familiar que está en coma, pero son incapaces de dar una respuesta amable o preocuparse por el resto de los miembros familiares. Como si al estar presente le fuera a devolver la salud por un “contagio mágico” de vida. Pero lo que sí puede conseguir es entrar en un cuadro depresivo o ansioso, que a lo único que conduce es a la claudicación de los mismos cuidados.
El cuidador debe pedir información y actuar en consecuencia. Una buena información es el mejor antídoto contra el cansancio y el desánimo. No olvidemos que el ponerse una “venda en los ojos” no favorece nunca la buena resolución del problema. También conviene facilitar al propio enfermo la posibilidad de que pueda expresar sus miedos y temores ante el dolor y la muerte y al propio grupo de cuidadores que puedan intercambiar las preocupaciones, la sensación de hastío o el propio cansancio.
Muchas veces, unos días de descanso, un paseo para ver escaparates o una salida a tomar un café es un buen procedimiento para lograr un distanciamiento sano con la enfermedad.
El vivir día a día la enfermedad impide que se haga falsas esperanzas sobre un desenlace feliz. No debe atormentarse con un final irremediable, pero tampoco auto engañarse. El buen cuidador encuentra su recompensa en la propia acción de cuidar.
La persona que realiza las tareas principales de cuidado debe pedir ayuda antes de que su agotamiento le produzca malestar.
El objetivo último de la atención al enfermo crónico es conseguir el más alto nivel en la calidad de vida; es decir, posibilitar que dentro de sus propias limitaciones sea capaz de integrar todo su dolor y sufrimiento, para conseguir una cierta armonía consigo mismo y con el entorno.
En muchas ocasiones, el cuidado del enfermo crónico nos producirá cansancio, irritabilidad e incluso cierto grado de agresividad verbal, amasado por un intento de esconder o negar la misma enfermedad; todo ello lo que tapa es la culpa y el comprobar que no tenemos paciencia infinita, ni por supuesto somos omnipotentes. A través del reconocimiento de nuestras limitaciones y de “las sombras” de nuestras conductas podremos comenzar el difícil camino de la reparación y del perdón, hacia los demás y hacia nosotros mismos.
(*)Psiquiatra y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza