Resumía un conocido biólogo que el ser humano comenzó a serlo cuando aparecieron en su sistema evolutivo los rasgos biológicos que le permitieron desarrollar cuatro estadios o niveles: el lingüístico, el ético, el simbólico y el religioso. Eso es lo que nos diferencia de los animales.
Se me antoja que esos niveles encuentran su máxima expresión en las fortalezas de Seligman vinculadas a la trascendencia. Y que todos ellos nos abren a ventanas que van más allá del yo.
El ser humano ha sido moldeado por la capacidad de asombro ante la naturaleza, ante la vida, ante las demás; una capacidad de asombro que les ayuda a descubrir la realidad como algo maravilloso, extraño y admirable. Los niños conservan esa infinita capacidad de asombro. Su mente se halla abierta al mundo y hasta la realidad más simple es un motivo de sorpresa. Merleau Ponty señalaba que el origen del pensamiento se encuentra en el asombro, que incluye sensibilidad ante lo real, agradecimiento, humildad, paciencia y apertura al misterio y a la trascendencia. “Todo pasará, sólo quedará el asombro y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas” escribió Chesterton. El asombro nos espera en cada esquina. Y es preciso asombrarse para ser persona. Asombro, exclamó Goethe, es lo más elevado a que puede llegar el hombre.
La magia del entusiasmo es contagiosa. Y el entusiasmo es una elección. Quien vive con miedo jamás será libre, pues se vuelve esclavo de sus temores y no sólo vive perturbado: también le pierde sabor a la vida. Lo positivo atrae lo positivo; de esta forma crearás un ambiente de armonía y felicidad.
Cuando se trata de alguien más, muchas veces tenemos demasiadas cosas que hacer y no pasamos tiempo con ellos. Hay que liberarse de la agenda y convivir con quienes nos quieren; buscar a las personas que tengan vida y dejar a los pesimistas; buscar los libros que inspiren y motiven a vivir mejor; buscar las tareas que llenen de entusiasmo y diversión.
Nos desanimamos por cosas que nos golpean: fracasos, problemas, críticas, cosas que no nos salen como lo esperábamos y, una vez que perdemos el ánimo, perdemos tiempo en nuestra vida. Hay que levantarse
El egoísmo, la envidia y el rencor sólo traen más pensamientos negativos que te distraen y alejan de la felicidad.
El pesar interno que sentimos cuando cometemos un error o nos comportamos mal –lo que llamamos remordimiento–, sólo nos quita energías. Hay que concentrar la energía en reparar ese error y amar lo que nos rodea. El amor es la gran fuente del entusiasmo.
Decía Teresa de Calcuta que hay que vivir la vida con amor y con humor. De lo primero no dudamos: ¿Y vivir con humor? Lo dice el refrán: De bien nacidos es ser agradecidos. Lo concretó La Bruyére: “Sólo un exceso es recomendable en el mundo: el exceso de gratitud”. Y una máxima judía recuerda: “El que da no debe volver a acordarse, pero el que recibe nunca debe olvidar”. Por eso conviene tener en cuenta el resumen de Claude Boiste: “Escribid las injurias en la arena, grabad los beneficios en el mármol”.
Cada vez se estudia más el cerebro y sus múltiples inteligencias. Ahora, además de la inteligencia intelectual y de la inteligencia emocional, se habla también de la inteligencia espiritual, cuya base empírica reside en la biología de las neuronas.
Hay en nosotros un tipo de inteligencia, científicamente verificable, por la cual no captamos datos, ideas o emociones, sino que percibimos los contextos mayores de nuestra vida, totalidades significativas, y que nos hace sentir nuestra vinculación al Todo. Nos hace sensibles a los valores.
Sostiene Leonardo Boff: “La espiritualidad nos ayuda a salir de esta cultura enferma y agonizante. La integración de la inteligencia espiritual con las otras formas de inteligencia –intelectual y emocional– nos abre a una comunión amorosa con todas las cosas y a una actitud de respeto y de reverencia ante todos los seres, mucho más antiguos que nosotros. Sólo así, podremos reintegrarnos, sentirnos parte de la comunidad de vida y acogidos como compañeros en la gran aventura cósmica y planetaria.”
Sin duda todo esto supone asomarnos a un espacio que va mucho más allá del yo.