Vivimos en la oscuridad. El horizonte ético se lo han cargado los poderes. Hemos puesto la estupidez de moda y, este modo de vivir, es tan necio como destructivo, porque nos lleva a la indiferencia de unos para con otros. Nos invade un desbordante río de inmoralidades que, aparte de hacernos sentir mal, hace que las estructuras sociales caminen hacia el derrumbe. Si la honestidad pierde la centralidad de nuestros quehaceres cotidianos, va a ser bastante complicado recobrar una recta conciencia crítica como regla de nuestros hábitos. Pienso, por consiguiente, que debemos recuperar y hacer recuperar al ciudadano de hoy la capacidad por el entusiasmo. El que las personas se vean incapaces por cerrar acuerdos que requieren consensos ciudadanos, en parte es debido a una dejadez o abandono hacia los derechos básicos de participación que se relativizan o se dejan en manos de unos poderes endiosados a más no poder.
También viven en la oscuridad las finanzas públicas. Por muchos códigos de buenas prácticas de transparencia que se propaguen, si luego el brazo de la ética no acompaña a la letra impresa, de nada sirve. Unos se taparán a otros, y los otros a los unos, y así tenemos lo que tenemos, paraísos fiscales desbordados por tanta evasión de capitales. Ante esta realidad bochornosa tampoco nos podemos quedar de brazos cruzados, el universo de la responsabilidad y de los valores morales, deben ponernos en movimiento y no dar la espalda a esta situación cada día más ennegrecida, por la carga de hipocresía y podredumbre que conlleva. Por desgracia, las declaraciones de buenas intenciones no son suficientes, si no se fundamentan en la verdad sobre lo que es lícito o ilícito, es decir, sobre lo que es bueno o malo para la especie humana global.
La ceguera ética es tan fuerte en la sociedad actual que todo se confunde. La misma economía se mide por el máximo beneficio, sin apenas moral alguna. Igual sucede con la política, se mide por los máximos votos. En lugar del bien de todos, se busca el bien de los adictos al partido. El favoritismo lo hemos convertido en un lenguaje cotidiano. Creo, además, que somos excesivamente autocomplacientes y pensamos que ya no tenemos más ideales por los que luchar. Nada nos desvela. El ideal de construir un orden mundial más justo basado en la solidaridad lo hemos dado por perdido. Ahora lo que prevalece es nuestro instinto más salvaje en lugar de una verdadera escala de bienes-valores, que hay que universalizar bajo el paraguas de una ética común para toda la especie.
Sin duda, la ética debe orientar toda actividad humana. De lo contrario, las sociedades se deshumanizan. Muchos de los males actuales son causados por esa manera de proceder interesado. La realidad es bien explicita. Así, aumentan los escenarios de conflicto en el mundo porque también aumenta el desgobierno y la falta de valor hacia el ser humano. También persisten los ataques terroristas porque seguimos cultivando la violencia en lugar de hacer justicia para que espigue la paz. Igualmente, se ensanchan las calamidades mientras otros dilapidan recursos. Esto pasa por expulsar la ética de nuestra práctica diaria.
Abordar este desorden de una mundializada sociedad debiera ser el centro de todos los debates, puesto que las personas tenemos la vocación de vivir en comunidad. Lo que viene sucediendo es que el más hábil suele imponer su verdad, no la verdad de las metas comunes, y la justicia cuando actúa suele caminar hacia el reinado del poder. Sumidos en esta potestad de fuerza antimoral, se imponen ideologías y pensamientos únicos, sin contar con la libertad de las personas. Difícilmente, por tanto, se puede dialogar sobre una ética de mínimos sí uno no puede tomar conciencia libremente y decidir en conciencia sobre qué camino tomar.
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