Acaba de comenzar el curso académico en las universidades de Europa, mientras que, en otras latitudes, ya llevan semanas de andadura. Junto a la selección de clases prácticas y de seminarios, de idiomas o de actividades deportivas, muchos jóvenes inician alguna actividad de voluntariado social.
Como ser joven es mantener la capacidad de asombrarse y de comprometerse en una actividad que supere nuestra contingencia, no es de extrañar que el auge del voluntariado social haya encontrado entre los jóvenes un apoyo muy generoso. Se saben en el umbral de la Utopía, no más allá, porque todavía no se conocen las leyes del caos. Se saben espoleados por la pasión por la justicia y son capaces de imaginar escenarios que ellos harán posibles, porque son necesarios. Toda Utopía comenzó siendo una verdad prematura.
Hoy la situación de millones de seres humanos se hace insoportable. Pero los jóvenes viajan como vagabundos en las autopistas de Internet para hacer realidad lo que han soñado.
Hoy se alza la esperanza de una sociedad más justa y solidaria, más consciente de que todos formamos parte del medio ambiente y constituimos una inmensa fraternidad en la que los jóvenes se saben “bandada de hermanos”. Estos jóvenes admiran a las personas capaces de comprometerse con ideales generosos y prescinden de ideologías que hacen del ser humano un objeto de mercado, de fascinación o de intercambio.
Los jóvenes rechazan las injusticias de un modelo de desarrollo que confunde valor con precio y que explota a quienes denomina “recursos”. Es posible asumir la globalización como una conquista de nuestros días, conseguida por la ciencia y hecha posible por las técnicas. Y que acerca a los seres humanos de cualquier rincón del planeta como responsables solidarios unos de otros.
Desean participar en la cosa pública, sabiéndose cada uno igual a los demás y que, todos juntos, pueden más que los mandatarios en quienes han delegado sus votos. En la sociedad de la comunicación ya no se puede engañar a muchos durante demasiado tiempo. Y los jóvenes lo saben, y cada vez entusiasman y convocan a más personas mayores que corrían el riesgo de resignarse. Ni unos ni otros desean que sus descendientes sientan vergüenza de ellos porque, habiendo podido tanto, se hayan atrevido a tan poco. En el futuro nos juzgarán menos por nuestros fallos que por nuestros silencios ante crímenes contra la humanidad, contra el medioambiente y contra la esperanza.
No se alzan contra la autoridad, sino contra la prepotencia de tiranos, de oligarcas y de demagogos. Un sentimiento les invade de que hoy es siempre, todavía. Nadie nos había prometido que fuera fácil y, si nadie tiene que mandarnos, ¿a qué esperamos?