No es bueno para nadie que, los moradores de este mundo, vivan instalados en el miedo endémico. La locomotora del crecimiento no avanza debido, en parte, a las impurezas que nosotros mismos hemos ido sembrando como mezquinos. Con urgencia, hay que despojarse de dudas y trabajar por la justicia, hacer piña común y practicar la rectitud, crear caminos donde habite la cultura del libre abrazo, forjar horizontes donde todos nos podamos sentir humanos, innovar, no para un buen eslogan político, sino para crecer como ciudadanos solidarios, al fin y al cabo, lo que necesitamos es pasar cuanto antes de las palabras a las obras. Para nada nos interesa cultivar la desesperanza y el desencanto. Se habla de un fin de época, pero no tiene porque ser apocalíptico, sino reflexivo, de búsqueda, de orientación. Son muchos los países que, en estos momentos, están haciendo reformas inconcebibles en otro tiempo. La misma vida es una incesante transformación, que nos exige optar decididamente por defender el interés del bien social, al que todos estamos llamados a escalar.
De entrada, estas transformaciones deben inspirarnos un gran respeto. Más de un lector se estará ahora interpelando sobre ese bien social, como bien humano a proteger. Llevamos años en que la opinión pública está siendo adoctrinada sobre lo que es progresismo en cuestiones sociales, de sexualidad o familia. Está visto que la mayor apuesta de futuro es dar luz. Es el acto más progresista de todos. Hemos levantado mucho barro, mucha palabrería barata, cuando en realidad lo que el mundo requiere es menos ceremonias de confusión y más sentimientos auténticos. Ya lo decía Platón en su tiempo, “debemos tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de la verdad”, y este planeta hoy por hoy, sus dirigentes, hablan de la verdad con la maldita mentira de un lenguaje interesado. Así, resulta bastante complicado injertar confianza para que se pueda realmente promocionar ese bien común, conforme a la naturaleza social del ser humano. Al final, sucede lo que sucede, y es que el propio sistema llega a expulsar del ciudadano su humanidad inherente, volviéndolo un irresponsable y un irrespetuoso.
No debe darnos ningún miedo el respeto a la persona como tal. En nombre del bien social, todos estamos obligados a respetar, dentro de un espíritu de sinceridad, los derechos humanos. Las autoridades, más aún si cabe, puesto que han de ser el referente de todos los deberes sociales. ¿Qué mundo es este que consiente que ocho centenares de mujeres mueran al día por causas evitables relacionadas con el parto o el embarazo? ¿De qué solidaridad hablamos en el planeta cuando el problema del hambre se centra en la capacidad de acceso al alimento y no en la existencia del mismo? ¿Por qué cada día son más los países que cosechan un sentimiento general de corrupción política, de ausencia de respeto por el Estado de derecho? Lo preciso ahora no es culpabilizar a nadie, sino mejorar la situación, respetar y ser respetado. No es fácil, cuando se ha servido en bandeja que la única finalidad de esta vida es el poder a cualquier precio y el placer, trastocando por completo el orden de valores, la conciencia de las gentes que ya no saben discernir lo que es verdad de lo que es mentira.
Pienso, por tanto, que todo ser humano ha de tener siempre el nivel de la dignidad por encima del nivel del miedo, y luchar por ser él mismo ante la inmensa manipulación que nos acorrala por doquier. Nos consta que Sudáfrica vive actualmente su peor crisis social desde el fin del “apartheid”. Que Europa vive una auténtica tragedia para salvar el euro. También una cadena de atentados prolifera por todo el planeta. Una deplorable crisis de entusiasmo, en el falso paraíso de un mundo feliz, nos deja sin fuerzas para despojarnos del aluvión de miedos e inaugurar una nueva etapa. En el fondo, lo que viene fallando son las relaciones entre personas, falta entendimiento, respeto por esa dignidad humana, justicia verdadera, puesto que los países más poderosos a veces utilizan a los pueblos en su propio beneficio. Realmente, como dice el refranero, “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Así de claro. Nada destruye más que el desprecio, aunque se ponga una sonrisa en los labios.
Ciertamente, los derechos de los seres humanos dependen de la justicia, no del miedo a esa justicia, que si existe debe ser para todos igual, sin exclusiones. Téngase en cuenta que activar la desconfianza es un mal guía para dar lecciones de moralidad. Sin embargo, ejercer la presión internacional sobre los gobiernos para que los países mejoren su natural histórico de humanos derechos, es tan justo como necesario. Todavía hoy, infinidad de personas son sometidas a tortura y violación permanente, a sistemas judiciales corruptos, a servidumbres inhumanas, a persecuciones indignas, como esos militantes de una formación política, atacando a inmigrantes en un mercado de Grecia, por citar un solo ejemplo reciente.
Únicamente, cuando toda la ciudadanía del mundo mundial se despoje de sus angustias, activando el coraje de la autenticidad, se podrá llegar a buen puerto, que no es otro, que el aprecio por cada vida humana. En este planeta aún no existe una cultura global de derechos humanos. Nos hemos perdido el respeto a nosotros mismos. De lo contrario, todos seríamos defensores de la vida y de lo que conlleva esta vida en sociedad. Desde luego, sí cada uno de nosotros se convierte en un valedor de los derechos humanos, el progreso será real. Todo radica en el factor moral. Y ganaremos todos, al menos en respeto, sin duda el principal freno a tantos vicios que nos acorralan.
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