Tras la muerte de Mao (1976), todo el proceso que China ha vivido se ha articulado en torno al objetivo de encontrar una vía conducente al florecimiento del país, ideal asociado a dos variables: modernización y soberanía. Sun Yat-sen (1911) y Mao (1949) lo intentaron a su manera. Ese tesón nacional finalmente se impuso a cualquier otra consideración ideológica, los éxitos alcanzados en las últimas décadas exceden toda duda.
Persisten poderosas sombras que amenazan su estabilidad y continuidad. El objetivo está más cerca que nunca, desarrollándose a partir de una interna definición de los mecanismos y cadencias del proceso, prestando atención a la subsistencia de las capacidades propias y evitando seguir puntualmente los consejos provenientes del exterior cualquiera fuese su forma o finalidad.
El fin del aislamiento y la aceptación de la interdependencia se producen paralelamente a la reafirmación de esa vocación soberana, acorde con una trayectoria histórica cada vez más exaltada, sin más restricciones que las libremente consentidas. Como garante de este proceso se erige el Partido Comunista de China (PCCh), progresivamente alejado de su original ideario clasista y revolucionario; afirmándose como gestor burocrático de una emergencia cuyo principal sustrato ideológico evoluciona hacia un nacionalismo.
Se ha conformado la mayor ruptura de toda su historia, generando una estrecha relación con el mundo externo que no ha derivado en sumisión especialmente respecto a los principales centros de poder.
Un férreo control sobre el Ejército Popular de Liberación, la economía y los nuevos colectivos emergentes, garantizan de facto que la presencia de la economía privada no altere su capacidad para condicionar el rumbo de los acontecimientos y no surja la aparición de actores rivales, cuyo potencial cuestione su poder.
Ello se ha logrado a través del control partidario-estatal de los principales sectores estratégicos de la economía del país, en manos de una oligarquía orgánica cuya composición variable, es determinada por el departamento de organización del Comité Central.
De esta forma, el reformismo económico avanza asido del conservadurismo político recubriendo las posibilidades de que tal desarrollo no derivará en una pérdida de control de su orientación y, quizá de la capacidad para preservar la estabilidad y la soberanía. Es bien sabido que quien controla el PCCh, controla el proceso, pero quien controla la economía acabará controlando a este.
Tal circunstancia podría explicar el hecho de que la disputa ideológica no es la base del “enfrentamiento” entre China y Estados Unidos, cuya más profunda motivación es la resistencia oriental a dejarse enmarañar en las envolventes redes de la superpotencia.
A Estados Unidos no le preocupa que el PIB de China llegue a superar el propio, sino su obstinación en impulsar un proyecto alternativo, su afirmación como un polo de poder no asimilable que erosione y extenúe su hegemonía global.
Las presiones de Estados Unidos hacia China, se orientan a asegurar su propio status hegemónico, para ello intentará atraerla hacia una carrera armamentista interviniendo en sus embrollos vecinales en las aguas próximas y entorpecerá la viabilidad de sus alianzas externas, valiéndose de la recurrida arma utilizada por China: la economía, incluyendo la presión sobre el yuan.
El problema medular que afronta China, es cómo garantizar un elevado ritmo de crecimiento para afirmar su proyecto nacional. La crisis global, que a primera vista ofrece ventaja al gigante asiático, acaso resulte errada y llena de matices.
Un nuevo modelo de desarrollo basado en la potenciación del consumo interno, el impulso tecnológico, social, ambiental, etc., se revelan insuficiente para preservar aquella dinamia, que seguramente requiera más tiempo para consolidarse. Análogamente, se refiere que la economía privada es la única que mantiene un elevado ritmo de crecimiento (46% en 2011) frente a la colectiva (34% en 2011) o estatal (15% en 2011).
En tal contexto, no es extraño que Wen Jiabao afirmara en marzo de 2012, que la dinamización de la economía china pasa por el estímulo de la inversión privada y una progresiva liberalización de las industrias monopolizadas; las resistencias burocráticas son importantes, explican su contradictoria y escasa implementación, al suprimir las barreras mayormente administrativas.
El cambio también facilitaría el logro de una mayor profundidad estratégica a los capitales exteriores que podrían ganar suficiente entidad para influir decisivamente en órdenes clave de su economía, afectando así las capacidades internas de preservación de la soberanía. ¿Controlar o crecer? Al parecer, ese es el dilema al que se enfrentan los dirigentes chinos.
* Diplomático, Jurista, y Politólogo