Hace unos días encontraron muertos en sus domicilios de Madrid a dos personas de 85 y 82 años, uno ya descompuesto sobre su cama y la hermana tirada en el pasillo, muerta desde hacía tres días.
Eran ciudadanos que pagaban sus impuestos, y que murieron en la más triste soledad durante este tórrido verano. Lo mismo ha sucedido en otras grandes urbes. Y en nuestras ciudades, mueren ancianos en soledad durante todo el año.
La opinión pública no es capaz de asimilar este trágico destino que amenaza a centenares de miles de personas ancianas que viven solas y a las que descubren los vecinos por el olor que se cuela por sus puertas, o por el ruido de un televisor encendido. Nadie los había echado de menos. Nadie había acudido a su llamada de socorro ante una rotura de fémur, un accidente en su domicilio o una enfermedad banal que los imposibilitó para utilizar el teléfono o gritar de forma que lo oyeran sus vecinos.
Nadie sujetó sus manos, ni secó sus frentes ni refrescó sus labios mientras se enfrentaban al tránsito en el que sus vidas se apagaban.
Ningún animal padece la experiencia de soledad en el momento de su muerte. Los seres humanos, sí.
Es necesario representarlos como a nuestros propios padres e hijos, como a un amigo. No cabe ninguna abstracción ante la muerte ni ante la vida, ante la injusticia y la insolidaridad que se apodera de unas sociedades esclavas de vorágines que nos dominan. Es preciso denunciar y gritar para rescatar la memoria del olvido.
Toda persona, por el hecho de haber nacido, forma parte de la gran familia humana. Para cada uno de los componentes de la sociedad, el “otro” no sólo es referencia sino componente fundamental de una existencia compartida.
Eso es lo que entendemos por civilización, eso es lo que asumimos como miembros de la sociedad humana. Con independencia de cualquier moral, religión o filosofía, porque aunque la vida no tuviera sentido, tiene que tener sentido vivir. Lo sepan o no, lo respeten o lo conculquen, en las diversas expresiones culturales, el vivir de los seres humanos y del mundo animado, y aún del medio en que vivimos, tiene un profundo sentido que nos informa y nos sostiene, porque nos anima.
Vivir es un quehacer que es preciso compartir con los demás en un ámbito general de libertad, de justicia y de solidaridad. Vivir con dignidad puede aconsejar a una persona poner fin a una situación insoportable. Pero no nos puede permitir que abandonemos en nuestras ciudades a personas para morir en soledad, con tristeza y sin auxilio.
Al menos, el del cariño, la comprensión y la cercanía. Somos responsables de su suerte porque hoy es posible arbitrar medios para identificarlos y mantener servicios sociales que los cuiden. Ahora ha sido el calor, durante todo el año son la enfermedad, los accidentes o la infinita tristeza de saberse abandonados. El aislamiento físico no siempre responde a un abandono de sus familias. Su soledad responde a una sensación de impotencia por vivir una circunstancia para la que nadie los preparó. Asumieron la jubilación como la meta de una carrera que consistía en producir. Algunos caen en la cuenta de que aún conservan salud y muchas de sus aptitudes físicas y mentales, pero no saben cómo compartirlas.
Muchos voluntarios sociales han asumido un compromiso con una persona mayor para visitarla, dar un paseo o acompañarla a cualquier sitio que sirva como excusa para compartir un rato y hablar. Otros jóvenes comparten el curso académico con personas ancianas que viven solas, pueden valerse por ellas mismas, pero que disfrutan con estos nietos adoptivos y ellos con el descubrimiento de una realidad desconocida. En este caso la coordinación y el control son necesarios por personas preparadas de alguna asociación civil responsable. Desde hace décadas funciona en Madrid el programa de vivienda compartida con inmensas satisfacciones, y esfuerzos, claro.
En ningún pueblo de economía de subsistencia se abandona a los ancianos, sino que se les venera, se les reverencia y se les considera como clave de la vida familiar y social. Cualquier anciano es responsabilidad, no sólo de su familia sino del grupo social, y su pérdida es sentida por cada una de las personas como algo personal.
En las sociedades aparentemente desarrolladas y que tan sólo lo son en crecimiento económico y en posibilidades científicas y técnicas, no es de recibo asistir cada año y cada día a este espectáculo de seres humanos que mueren abandonados.