¿Terminará deshaciéndose de facto la Unión Europea? Hoy, esa hipótesis ya no es descartable. Reino Unido bien podría largarse en ese referéndum con el que sueña David Cameron, y Alemania, una vez España, Italia, Grecia y Portugal devueltos a su condición anterior a la construcción europea, bien podría seguir el camino que citan con creciente desparpajo sus políticos y periodistas conservadores: constituir, con algunos vecinos de la Europa central, oriental y septentrional, un club basado en un euro fuerte y una disciplina presupuestaria de acero. París quedaría así en el limbo y Berlín sería la capital de una nueva potencia germana, esta vez, financiera y económica.
Puede que ocurra esto o puede que no. (La futurología geopolítica es tan poco fiable como los augurios de las agencias de calificación norteamericanas.) Recuérdese que en 1980 estaba de moda vaticinar que el PIB de Japón superaría al de Estados Unidos en 2010, y no ha sido así, la economía nipona se estancó. Ahora Goldman Sachs dice que, de aquí a 2050, China será la primera potencia económica mundial relegando a Estados Unidos a la segunda posición. India ocuparía el tercer lugar, Brasil, el cuarto y México, el quinto. No habría un solo país europeo entre los cinco primeros.
Lo certificable ahora es que el “nuevo orden mundial” surgido de la caída del muro de Berlín, el hundimiento del imperio soviético y el final de la guerra fría, ha sido de breve duración, apenas los años noventa del pasado siglo. En contra de lo que entonces se profetizó, el siglo XXI no será indiscutiblemente americano, con Estados Unidos como única potencia de un mundo unipolar. Apenas tiene una docena de años de vida y el siglo XXI ya es multipolar. Con un Estados Unidos que empieza a aceptar sus limitaciones y una Unión Europea en desbandada, el Occidente capitalista, democrático y atlántico, el heredero de esa “carga del hombre blanco” de la que hablaba Ruyard Kipling, va perdiendo autoridad a diario, mientras el centro de gravedad planetaria se desplaza a Asia y surgen sorpresas en América Latina, Oriente Próximo y hasta África.
Así que estamos en pleno desorden mundial y lo que puede predecirse razonablemente para los próximos tiempos se asemeja más bien a una nueva Edad Media, a una especie de Guerra de Tronos con múltiples reinos, señoríos y ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad.
La última foto triunfalista fue la de la cumbre del G-8 celebrada en Alemania en junio de 2007. A orillas del Báltico se reunieron los líderes de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia para prometer ayuda paternalista a la pobre África. Aquel fue el retrato de despedida de la breve época nacida con la caída del muro de Berlín. En el otoño de 2008, la quiebra de Lehman Brothers desencadenaba una brutal crisis financiera mundial, y, con ella, se aceleraba una tendencia que ya estaba ahí: el declive de Occidente y el ascenso del resto del mundo.
Ahora las reuniones del G-8 han dado paso a las de un grupo llamado G-20, donde los occidentales ya no pueden dar lecciones a los demás y donde chinos, brasileños, indios o sudafricanos abroncan a Estados Unidos por su deuda descomunal, a Europa por su nulidad para cerrar la crisis del euro y a ambos por sus barreras proteccionistas.
Con los imperios español, portugués, francés y británico, y luego con el estadounidense, Occidente ha dominado el mundo durante cinco siglos. Los occidentales llegaron a teorizar que esto era una ley natural, un estatuto fruto, en el peor de sus argumentarios, de una superioridad racial, o, en el mejor, de una superioridad democrática. Pero el sol de la Historia no se detiene: la hegemonía ya ha recorrido su camino por el Oeste y vuelve a alzarse en el Este.
Los hechos hablan por sí solos. Los chinos invierten en África y América Latina y prestan dinero a los estadounidenses y europeos. El perfil urbano de Shanghái representa hoy la modernidad y convierte al de Nueva York en un entrañable monumento del pasado siglo. Los mayores rascacielos están en los emiratos árabes del golfo, y la mayor industria cinematográfica, en India. Las informaciones y opiniones de las cadenas televisivas Al Yazira (árabe), NDTV (india) y CCTV (china) llegan a más gente que las norteamericanas CNN y Fox y la británica BBC. El hombre más rico del planeta es el mexicano Carlos Slim. La cultura pop japonesa es casi tan pujante como la estadounidense. Turquía vuelve a tener más peso en los asuntos de Oriente Próximo que Europa.