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actualizado 12 de Abril 2013
Unidad de abrazos paliativos
No me mueve la religión
Por Pedro Simón
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De las 250.000 personas que cada año tienen una enfermedad terminal en España, el voluntario Borja Centenera tuvo que dar precisamente con José.

El anciano que amaba los western y el acompañante que los detestaba. El mayor que soñaba con ser John Wayne y el chaval que habría matado al pianista. El incurable que siempre iba con los vaqueros y el joven que escribía “Clint Eastwood” en Google, antes de sus visitas de jueves y viernes, a regañadientes, “para no desentonar”.

“Fue la primera persona a la que acompañé en su muerte. Tenía algo en la garganta que le impedía hablar y me escribía todo en una pizarra. Iba a su habitación, veíamos aquellas películas juntos, paseábamos por el hospital... Hoy cada vez que veo una carátula de una del Oeste me acuerdo del bueno de José”.

Esto va del duelo. En su polisemia más amplia. El duelo que tiene que ver con un colt del 45 y el duelo que tiene que ver con el proceso emocional que sigue a una pérdida.

El duelo -el uno y el otro- tiene lugar en el Hospital Centro de Cuidados Laguna, donde Borja -25 años, licenciado en Derecho y en Periodismo- lleva cinco ayudando a morir a gente que aún está viva. O ayudando a vivir a gente que sabe que está condenada a morir.

Hay un duelo en cada metro. Duelos como los del western. En la vida que reta a la muerte. En el paso del tiempo que desafía a la enfermedad: medio millar de enfermos terminales al año en el centro, un centenar de profesionales y hasta un equipo de voluntarios pata negra para acompañar a pacientes “en agonía” (no hace falta más explicación).

“Acompañas a morir, pero también a vivir. Te das cuenta cuánto puedes ayudar, con tu empatía, en una sociedad tan materialista como la nuestra. Cómo la gente es feliz con tan poco. Y luego, si no te emocionas con la pérdida, es que tienes un problema”.

Contar aquí cómo acabó siendo el estado de salud de José no aporta información sustancial. Pero hay una frase que resume la perplejidad de nuestro cuidador cuando acudió a verlo a finales de diciembre de 2007.

-Esta semana ha empeorado, Borja. Tienes una palangana debajo de la cama.

-¿Para?

-Para cuando escupa sangre.

A la vuelta de Navidades estaba muerto.

Los ojos de Borja han visto derrumbarse castillos de casi dos metros de altura. Y con las manos ha tocado orillas llenas de náufragos, la isla que es la piel, el mapa del tesoro que es una mano llena de arrugas.

A Borja le gusta el senderismo por la sierra de Madrid, el cine de Joe Wright, la música de Arctic Monkeys o, pongamos, los dobles de cerveza con aperitivo. Pero también todos los amigos improvisados que le contaron sus hobbies y ya no.

“Me hice voluntario movido por una motivación humana. No me mueve la religión. No me mueve lo que piensen de mí. Sólo el topicazo de hacer un mundo mejor”.

Estos años de paliativos han sido como un álbum de fotos arañadas.

Estaba Mateo, el andaluz con esclerosis lateral amiotrófica que repartía caramelos en silla de ruedas y al que conoció después de José. Mateo, al que le regalaron una matrícula de vehículo y hasta un carné por puntos.

Estaba José Manuel, el trotamundos con una enfermedad terminal al que todos querían concederle su última voluntad, hasta que dijo lo que quería: ver a su Atleti ganar de nuevo al Real Madrid. Mejor que hubiera pedido la Luna.

Borja antes acompañaba y ahora organiza las fiestas de los viernes por la tarde, una algarabía donde un par de decenas de enfermos disfrutan del baile. O del teatro. O de una soprano que se ofrece a venir. O de unos gaiteros que soplan y soplan y se llevan todo.

Una mujer se lo diría luego. Y Borja Centenera recuerda aquella frase y nos la enseña, como el que luce un clavel fresco en el ojal de la solapa y lo da a oler.

Un voluntario, la muerte, aquella mujer y la frase disparada en un duelo al sol.

-Gracias. Gracias porque sin vosotros no sabríamos vivir.

Hay una calma de tormenta recién finalizada. Y una luz dulzona de color melocotón, como la de los anuncios de cremas para bebés.

Subimos en el ascensor del hospital de paliativos para ganar perspectiva. Subimos de nuevo y un enfermo habla del tiempo como si no pasara nada.

La pegatina que se lee en las puertas del elevador advierte: “No hay salida al exterior”.

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