Si hay un campo en el que las personas con síndrome de Down son auténticas maestras es en el de la paciencia. Lo son, en primer lugar, porque son pacientes por naturaleza. Pueden estar horas y horas con la misma actividad, si es de su agrado, o esperar sin inmutarse durante periodos de tiempo que parecen interminables a quien con ellas se encuentra. Saben esperar y jamás se desesperan, mientras quien está a su lado se impacienta y pierde los nervios.
Y son también maestros de paciencia porque el que no disponga de una buena reserva de paciencia, sea padre o profesional, no podrá permanecer cerca de un niño con síndrome de Down, y si ha de hacerlo, su paciencia mejorará a ojos vista. Nos educan en paciencia, con su ejemplo y con su actitud, pues la paciencia es un poder que crece sin medida en los que conviven con quienes tienen síndrome de Down.
La paciencia, además, cuenta con un mágico poder. Quien espera tranquilamente el logro de su objetivo y se distancia de él, sin plantearse cuánto tiempo tardará en alcanzarlo, automáticamente se libra en su mente de la prisión de la meta y puede disfrutar de las delicias del viaje. La paciencia infinita produce frutos inmediatos, por ser una actitud mental. Al desvincularse uno del objetivo, al distanciarse de la meta, se tropieza automáticamente y sin querer con la paz y, por tanto, con el logro final. La felicidad, a fin de cuentas, no es una estación a la que se llega, sino una manera de viajar (Serrano, 2001). Y quien aprenda a deslindarse de la estación de llegada sabrá deleitarse con cada instante del trayecto.