La identidad de un pueblo se edifica por legados; por aquellos que se arriesgan a dar continuidad a una gran herencia, que nos dejan a pesar del tiempo, nuestros antecesores. Esta identidad, es la parte de la cultura que se encuentra en construcción constante, que tiene dos opciones ante los cambios dramáticos que se viven hoy en día como consecuencia de la globalización: perecer o adaptarse.
En el primer caso podemos citar tanto de lo prehispánico que se perdió con la conquista española, desde elementos básicos como lo culinario, hasta la complejidad de las estructuras sociales que tenían una fuerte carga espiritual y mítica.
La adaptación por otro lado, es la causa de creación de las nuevas naciones, que se erigen sobre la mezcla de dos o más culturas, que guardan en los detalles de lo cotidiano cientos de años de experimentación, de ensayo y error, de sabiduría y conocimientos conservados por la intención del largo plazo.
Y es en este momento en el que me detengo, mirando desde mi ventana el esplendor de la ciudad de Querétaro (lugar en donde vivo), en búsqueda de un ejemplo que sea digno de la tradición mexicana, que haya logrado sobrevivir o adaptarse a la globalización que vemos por todos lados y que como un ente hambriento arrasa con cuanto toca, generando una sola idea de la identidad, de la ciudadanía del mundo.
Doy un trago distraído a mi bebida, y descubro que la respuesta que buscaba en el horizonte, estuvo todo el tiempo en mi propia mesa; una copa de un fino mezcal reposado, con olor a madera, de un buen roble americano, con sabor a leña y con ese ahumado único que le da el horno de tierra en el que fue concebido.
Viene al recuerdo aquellos momentos que he tenido compartiendo el mezcal en mis viajes por el mundo, como cuando en un bar de Santiago, después de un concierto de la orquesta sinfónica de Chile, le invite un par de mezcales a dos violinistas de tan magnifica agrupación, para felicitarles por su actuación, con la bebida que orgullosamente refuerza nuestra identidad como Latinos y la mía como mexicano.
Pienso en aquel seminario en Gummersbach, donde mis compañeros internacionales compartieron en el último día de trabajos los productos de sus países, en una sesión que terminó en el bar de la Academia, con el mezcal que importe en mi maleta junto con la explicación del proceso artesanal que no puede dejar de acompañar a esta mítica bebida; un buen mezcalero sabe que para hablar del mezcal hay que vivir su proceso, porque una copa de mezcal se disfruta mejor, cuando se acompaña de su historia.
Puedo decir que conozco parte de la historia del mezcal gracias a la amistad que me une con una de las familias más emblemáticas en el argot mezcalero en Oaxaca (Estado sureño que guarda gran parte del legado cultural de México), los Méndez Zamora, quienes son la quinta generación de una tradición que nació a finales del siglo XVIII en el pueblo de Matatlán; lugar referente donde se elaboran los mejores mezcales oaxaqueños.
En una de las diversas visitas que realice al Palenque de los Méndez, que es la factoría donde se elabora con métodos tradicionales el mezcal, me comentaron que su familia trajo el alambique de cobre al pueblo, un aparato que hizo más eficiente la destilación del mezcal, con lo cual se pudo comenzar su venta a nivel local y regional, además de tenerlo para el consumo propio.
Este hecho, logró que el mezcal ganara una de sus primeras batallas al olvido, al usar un mecanismo persa del siglo X, para maximizar sus procesos de producción. Sin embargo, me cuentan, es hasta la década de los cincuenta en la que Don Pedro Méndez Luría y su esposa Doña Julieta Torres Sanromán (3ra Generación) deciden bautizar su mezcal, nombrándolo “El Cortijo”, pasando su legado a la cuarta generación, la familia Méndez Torres, que heredó el know how a sus actuales propietarios, los Méndez Zamora.
Son sesenta años de altas y bajas, me dijeron, de cambios y transformaciones, de calidad constante y supervivencia en un mercado volátil, de luchar contra la corriente que genera un Estado que grava por igual los productos de empresas familiares como de trasnacionales, años que sólo pueden resumirse, como en este caso en la historia de un linaje familiar, porque el tiempo en el mezcal es muy distinto.
Lo sabe bien el maestro mezcalero, ya que un Agave Angustifolia Haw, mejor conocido como Maguey Espadín, debe tardar 10 años en crecer para producir un mezcal superior, con cuerpo, aroma, sabor y calidad inconfundibles, como el que deleito ahora mismo desde el balcón donde redacto mis colaboraciones.
Hoy vivimos en el mundo tiempos de cambio y de adaptaciones, de hacer de lo nuestro una bandera de orgullo y no una historia olvidada, de mezclar para crear tendencias, “crear es la palabra de cambio de esta generación” decía José Martí en Nuestra América para referirse al incentivo que debíamos tener los latinoamericanos para situarnos en la carrera de las naciones: “Nuestro vino de plátano, y si sale amargo, es nuestro vino”, para este caso, mejor mezcal.
Con esta última reflexión, vuelvo a mi cita favorita del economista clásico León Walras “Si uno quiere recoger de prisa debe sembrar zanahorias y lechugas; si tiene la ambición de plantar robles, podrá decirse a sí mismo; mis nietos me deberán esta sombra”, pero como mis nietos amarán a mi tierra latinoamericana, mejor que siembren magueyes, para conservar nuestras tradiciones.
Twitter: @Nacho_Amador