Víctimas de delitos, muchos jueces y los principales partidos políticos de la oposición exigen un cambio radical en la concesión de indultos en el Reino de España. La gota que ha colmado el vaso ha sido el perdón a un conductor “kamikaze” condenado a 13 años de cárcel por la muerte de una persona y heridas graves a otras. Porque demasiados delincuentes escapan a la justicia indultados por el gobierno, por no investigar corrupciones conocidas o por arbitrariedades penitenciarias.
Es significativo el caso Carromero. Condenado a cuatro años en Cuba por homicidio en accidente de tráfico, trasladado a España a cumplir condena, este político del Partido Popular ya está prácticamente libre por haberle aplicado con urgencia el tercer grado penitenciario, que sólo obliga a dormir en prisión. Quien escribe estas líneas fue ocho años voluntario en cárceles españolas y comprobó que la concesión del tercer grado penitenciario suele ser una carrera de obstáculos, difícil y lenta.
Como también chirría la historia de cuatro policías de Cataluña (mossos d'esquadra), condenados en firme por torturas a un detenido e indultados dos veces por el gobierno. La primera al ser firme la sentencia y la segunda cuando la Audiencia de Barcelona, en una resolución poco frecuente, a pesar del indulto, ordenó el ingreso en prisión de los torturadores por “razones de prevención, peligrosidad criminal, repulsa y alarma social”. Pero el gobierno ignoró el dictamen judicial e indultó por segunda vez a los verdugos.
Jaume Asens, de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona denunció que “el indulto es un medio del poder para perdonarse a sí mismo. En este caso, además, un ejercicio de cinismo porque se indultan por segunda vez”. Amnistía Internacional también ha denunciado que, en los últimos años, hay una tendencia creciente a indultar a agentes de policía torturadores. Y recordó que el Reino de España ha sido condenado en tres ocasiones por el Tribunal Superior de Derechos Humanos de Estrasburgo por no investigar torturas denunciadas.
También indigna el caso de David Reboredo, que ingresó en prisión hace poco por trapichear con unos pocos gramos de heroína hace años. Pero el gobierno le niega el indulto, a pesar de que reúne las circunstancias para obtenerlo: rehabilitación completa y delito menor cometido hace años.
En cambio, al vicepresidente y consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Sáenz, condenado a seis meses de prisión y suspensión del ejercicio profesional por delitos continuados de falsa acusación y falsa denuncia, le fue canjeada esa condena por una multa de 144.000 euros; cantidad irrisoria para quien cobra nueve millones de euros anuales.
El actual poder ejecutivo concedió 468 indultos en los primeros once meses de gobierno. El Gobierno de Rajoy ha indultado, por ejemplo, a un alto cargo político y a un empresario de Cataluña, condenados por prevaricación y malversación de fondos públicos. También a un alcalde y a tres concejales del Partido Popular, condenados por treintaiún delitos de prevaricación urbanística.
La lista de indultados que no debieron serlo es larga e indignante, porque algunos de esos indultados cometieron delitos graves. Pero la ley que regula esa medida de gracia (promulgada en 1870, por cierto) no obliga a argumentar las razones de los indultos y en la práctica suele ser una arbitrariedad. Además de una injusticia flagrante en demasiadas ocasiones. Por eso la asociación Jueces para la Democracia ha denunciado el creciente número de indultos a cargos públicos y a policías, porque el indulto a se ha convertido en un instrumento para que el poder se exculpe a sí mismo.
La inadmisible realidad es que los gobiernos de España han concedido indultos más que discutibles a banqueros, alcaldes, altos cargos políticos, grandes empresarios y policías condenados por torturas. Con esos indultos se ataca un principio esencial de la democracia: que la ley sea igual para todos. La práctica continuada de indultar a los propios, cofrades y correligionarios que han delinquido ahonda el vaciamiento de la democracia y la convierte en farsa. Porque democracia es mucho más que votar cada cuatro años.