Montesquieu está de moda. Nadie me negará el abuso de poder que sufren muchos ciudadanos en casi todo el mundo. Para frenar este injusticia, "es preciso que el poder detenga al poder". Ya lo expresaba, en su tiempo, este relevante cronista y pensador político francés que vivió en la llamada época de la ilustración. Evidentemente, hace falta llevar a buen término esa gran transición mundial, que nos lleve a servir mejor y a poder menos. Tantas veces somos aplastados por las ruedas de los poderosos, que más que poderío, hace falta una moral de combate. O una ética de vida. Las influencias políticas en España son un claro testimonio de las esencias corruptas. Ciertamente es difícil combatir este tipos de hábitos, cuando los principios han sido devorados por un exceso de inmoralidad, al ver que todos los caminos se abren si el dinero va por delante. No importa de dónde provenga, ni la manera de conseguirlo. Don dinero manda, y lo que es peor, nos gobierna. Es la meta a la que aspiran llegar muchas gentes.
Tenemos que retornar a ese espíritu crítico avivado por Montesquieu. En su obra, "el espíritu de las leyes", manifiesta admiración por las instituciones y llega a afirmar que la ley es lo más importante del Estado. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a vivir para los nuestros, para nuestro grupo de incondicionales, y eso es una postura muy egoísta. Una ley que debe ser igual para todos y que no lo es, para dolor de la humanidad, cuestión que conlleva una dificultad añadida. Algún fiscal anticorrupción, de la madre patria, nos ha injertado una frase que se ha convertido en célebre ya: "es más difícil combatir la delincuencia de moqueta que la de metralleta". Y es que cuando el poder deja de ser deber, todo se confunde y camina a la deriva. Se oprime a la ciudadanía con total descaro, en parte, porque el comportamiento de las autoridades se ha despojado de toda conciencia.
Para crear una cultura de rechazo a estas prácticas corruptas, como pueden ser los sobresueldos opacos recibidos por ciertos dirigentes políticos, habría que cambiar la manera de dar respuesta a la realidad social. La separación de poderes o división de poderes que, por cierto, trazó Montesquieu, precisamente es una ordenación y distribución de las funciones del Estado, en la cual la titularidad de cada una de ellas es confiada a un órgano u organismo público distinto. A mi entender, tenemos una excesiva politización, o lo que es lo mismo, una enorme utilización abusiva del poder, encaminado hacia beneficios partidistas, totalmente alejados del bien común de los pueblos.
Desde luego, no podemos permitir que los intereses partidistas socaven la justicia. Para que el poder detenga a ese poder corrupto tiene que primar el estado de derecho. Con urgencia hemos de hacer realidad la aplicación igualitaria de la ley. Inspirados en las palabras de Montesquieu, de que "no hay nación tan poderosa como la que obedece sus leyes, no por motivos de miedo o razón, sino por pasión", nuestro entusiasmo debe ir encaminado a frenar el abuso de funciones, el enriquecimiento ilícito, el soborno en los diversos sectores y la malversación de recursos públicos, el encubrimiento y la obstrucción de la justicia ante cualquier tipo de actitudes delictivas.
Ante este cúmulo de hechos ofensivos, Montesquieu, lo tenía claro: "la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie". Por desdicha, en el mundo cada día hay más fortunas secretas conseguidas a través de juegos sucios. Es una desgracia que gobiernos que están para servir a sus ciudadanos se vean salpicados por casos de corrupción. Pienso que se deben instaurar medidas de anticorrupción para frenar esos poderes a los que para nada le tiembla la mano a la hora de robar. En muchos países la política se ha convertido en el gran negocio, donde todo sirve y todo se tapa. A mi juicio el mundo de la era global requiere de grandes consensos, como el de parar el poder ilícito, para asegurar una gobernanza en la que todos podamos seguir conviviendo. Negar esta evidencia -el poder corrupto- es como consagrar la impunidad.
El estado de derecho debe impedir la arbitrariedad de estos poderes que por sistema violan los derechos de las gentes, creyéndose superiores, haciendo de la corrupción un instrumento del poder político. Sin duda, los malos ejemplos son tan dañinos como un crimen. Entiendo, por otra parte, que la cooperación internacional para detener esos poderes perversos es fundamental. En todo caso, para Montesquieu no hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación. Para evitarlo propone encontrar una disposición de las cosas que de la misma derive una situación en la que "el poder detenga al poder", por ello se convierte en indispensable la disociación entre potestades.
La corrupción no pude seguir destruyendo el estado de derecho. De un tiempo a esta parte, España no sólo se ha convertido en la capital del desempleo, también en la capital de la corrupción. Los ciudadanos han empezado a alzar su voz. Es preciso que el poder honesto detenga al poder corrupto. Hace años que en este país se potencia una cultura subvencionada, sin transparencia alguna. Podemos tener las mejores leyes, pero cuando todo se politiza con comportamientos interesados, germina la extorsión y el soborno en cualquier lugar del poder. Con este tipo de actitudes, se dificulta aún más la prestación de servicios básicos necesarios a la ciudadanía. Tanto cuando se dilapida como cuando se roba dinero público para obtener beneficios personales, disminuyen los recursos destinados a la construcción de centros educativos, centros sanitarios e infraestructuras. Por tanto, -como dijo Montesquieu-"no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia". Incuestionable. Pongamos, pues, límites a esos poderes; al menos el del tiempo (en el pedestal) y el de dar cuenta a poderes independientes.
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