La ética pública consiste en gestionar los dineros y las aspiraciones públicas, con responsabilidad, haciendo de la justicia la virtud soberana de la vida compartida. Incorporarla es cosa de toda la sociedad, pero las élites políticas, económicas y mediáticas tienen mayor poder y, por tanto, mayor responsabilidad, concluye la profesora Adela Cortina en un esclarecedor artículo.
De ahí su denuncia de que los privilegios de la clase política y de la financiera indignen a los ciudadanos y su propuesta de medidas para reforzar la justicia porque no sólo el robo de dinero, la violación de la legalidad, el sacrificio de los más vulnerables, sino también la quiebra de la confianza, ese capital ético tan difícil de generar y tan difícil de reponer cuando se ha perdido. Es como la inocencia perdida, que nunca se podrá recuperar pero siempre se puede crear una nueva inocencia, una vez satisfechas las reparaciones debidas.
A esta corrupción política se refiere la Profesora Cortina que no vacila en ampliarla a aquellas ocasiones en que una actividad bancaria, judicial o sanitaria, ha dejado de perseguir la causa por la que tiene legitimidad social y sólo beneficia a algunas personas que anteponen sus intereses privados o de grupo a los de la comunidad. Esto lleva a este estado de desmoralización social en el que nos encontramos. En las redes sociales cada vez se expresa más esta sensación de vacío, de no hacer pie, de la ausencia de referentes ante el peligro de dejar de ser personas, sujetos de derechos y de deberes. Es el imperio de la náusea, de lo fofo y viscoso. La ausencia de cualquier certidumbre, salvo la de hacernos a un lado sin asumir nuestras responsabilidades, por duras que sean.
Los ciudadanos reaccionan indignados ante los privilegios de unas élites que se aseguran una vida cómoda y segura con sólo unos años de profesión, que gozan de retiros millonarios después de haber gestionado un banco que ha quebrado, un banco al que se ha inyectado dinero público, continúa la autora. Después de haber llevado a un país a la ruina, el mundo del privilegio sin justificación posible no puede tener sentido en una sociedad democrática.
Por todo ello urge a que forjemos una ética pública que sirva de antídoto frente a la corrupción y lo resume en algunos puntos: reducir el número de políticos sólo a lo necesario; ajustar su intervención en la economía a lo indispensable para asegurar un Estado de Justicia; desarrollar mecanismos institucionales para denunciar la corrupción y combatirla, empezando por la Ley de Transparencia; las leyes, como quería Séneca, deberían ser pocas, claras y tendría que asegurarse su cumplimiento; exigir que los corruptos y quienes han gestionado mal el dinero público lo devuelvan y que no tengan que asumir las deudas el Estado; eliminar los privilegios de cuantos utilizan fondos públicos y equipararlos al resto de los ciudadanos; impedir que los procesos judiciales consistan en manipular el derecho en vez de tratar de administrar justicia; aumentar el nivel de rechazo de la población hacia este tipo de prácticas, empezando por los puestos de mayor poder y responsabilidad, que deben ser ejemplares.
Por si no fuera suficiente con estas sugerencias, la catedrática universitaria de Ética y académica de Ciencias Morales y Políticas subraya la necesidad de convertir todo esto en hábito, en costumbre, en lo que es justo y lo que nos corresponde como seres humanos. Eso es lo que significa “ética pública”, incorporar en el carácter de las personas y de los pueblos esas formas de actuar, que son las propias de gentes cabales. De estas gentes que, cuando anhelan algo necesario para la sociedad, el universo conspira para convertirlo en realidad; porque no se trata de quimeras sino de la experiencia de que cuando algo es justo y necesario tiene que ser posible.
La ética es el oxígeno imprescindible para respirar, y es lamentable que sólo lo echemos de menos cuando nos falta.