Las redes sociales echan humo en España por el posible cobro de “sobresueldos” por parte de altos políticos durante varios años. Estos “servidores públicos” apelaban al patriotismo hace unos meses para pedirles a los ciudadanos que asumieran los recortes y las subidas de impuestos. El caso Bárcenas, considerado por muchos el mayor escándalo de corrupción política en España, escapa a pocos medios de comunicación en el mundo. Se centran en altos dirigentes y ex dirigentes del partido y en antiguos militantes que pudieran beneficiarse. Pero poco se ha comentado sobre las empresas que pudieron pagar a los miembros del partido a cambio de posibles tratos de favor.
La fiscalía tomará declaración de 15 empresarios anotados como donantes del Partido Popular en la contabilidad a mano que se le atribuye a Luis Bárcenas, antiguo tesorero del partido. Más de dos tercios de los cobros registrados vulneran la ley de financiación de partidos políticos porque su importe superaba el tope legal para una misma persona física o jurídica o porque procedían de gente o empresas a las que les estaba prohibido hacer aportaciones a los partidos porque prestaban servicios o realizaban obras o suministros para alguna Administración Pública.
Desde 2007, la aportación máxima anual pasó de 60.000 a 100.000 euros que los partidos pueden recibir de una misma persona física o jurídica. En las supuestas anotaciones de Bárcenas figuran ingresos de una sola vez hasta de 250.000 euros y de una misma persona en un año de hasta 400.000 euros. En más de 30 ocasiones superaron el límite legal. Los pagos figuran sobre todo a nombres de empresas y empresarios del sector de la construcción que niegan su implicación y que se beneficiarían de contratos públicos para obras, concedidos por los políticos. Aceptar donativos contrarios a la ley conlleva multas equivalentes al doble de la aportación ilegalmente recibida.
La fiscalía intenta determinar si las supuestas donaciones de las empresas buscaban la concesión de contratos públicos, lo que incurriría en delitos de cohecho, prevaricación y malversación y tráfico de influencias. En el mundo, un billón (trillion en inglés) de dólares acaban cada año en los bolsillos de funcionarios públicos en concepto de sobornos, según datos del Banco Mundial. Aunque donaciones ilegales y sobornos no son conceptos separados, ambos ponen por encima del bien común intereses particulares.
A pesar de la responsabilidad que también tienen los empresarios y los grupos de poder en estos escándalos, la indignación suele dirigirse más hacia los políticos. Tiene sentido por la confianza que depositan en ellos los ciudadanos para ejercer su soberanía y por vivir de sus impuestos. Pero este argumento no minimiza la responsabilidad de las empresas cuando corrompen el poder político ni sus obligaciones sociales, aunque contribuyan a crear puestos de trabajo y se muevan por un ánimo de lucro que no puede quedar por encima del bien común.
Mientras la sociedad se organice como si el dinero mandara por encima de todo, los acuerdos judiciales y el pago de multas estarán al alcance de empresas contribuyan a la burbuja inmobiliaria, que dañen el medio ambiente o que vulneren derechos fundamentales.
Los políticos responden ante la justicia con su nombre y apellidos (aunque se libran muchas veces por “defectos de forma” o por prescripción del delito). En cambio, la personalidad jurídica de la empresa mantiene en el anonimato a muchos directivos que toman decisiones con las que no sólo afectan a las cuentas de la empresa, sino al entorno político, económico y social en el que se desenvuelve su actividad.
Situar toda la carga de la corrupción en el que acepta corromperse se asemeja a la actitud de quienes culpan al sistema cuando dan “mordidas” y sobornan a policías para salir del paso. Utilizar el poder y el dinero para saltarse las reglas de juego que se han concedido a sí mismos los ciudadanos por el bien de su convivencia tiene tanta o mayor gravedad que perder la integridad a cambio de dinero. La forma de utilizar una posición de poder también sirve para determinar la categoría ética de las personas.