El vocablo “intimidad” deriva del término latino intimus, que hace referencia a lo más interno del hombre, a sus cualidades más personales y a sus sentimientos más profundos, a veces inconfesables por vergüenza o pudor. Por esto consideramos íntimo (“un amigo íntimo”) a la persona que le podemos abrir nuestro corazón sin tapujos.
Mientras que la intimidad hace referencia a lo más nuclear del individuo, el secreto puede referirse a cualquier acontecimiento exterior a la persona. El secreto es más objetivo e impersonal y no afecta a la esencia misma del sujeto. Por eso, la intimidad no se centra en ocultar “algo” sino en salvaguardar la propia esencia del yo y en no perder el control de los propios sentimientos. La intimidad es algo más que no dar información de sí mismo, implica más bien la posibilidad de gestionar nuestro mundo interior.
No podemos ser totalmente trasparentes, pero tampoco excesivamente opacos a los estímulos de los demás. De lo contrario podríamos llegar a un extroversión patológica (exhibicionismo psicológico) o un aislamiento anormal.
Lo más sano es que la intimidad se intercambie en un contexto de afecto o de amistad. Sólo en un ambiente comprensivo es posible un intercambio de intimidad. Aunque también se puede producir de manera unilateral la comunicación de la propia intimidad ante el psicólogo o psiquiatra o cualquier agente de ayuda, constituyendo la esencia misma del encuentro terapéutico.
Freud puso el énfasis en el poder de la palabra, en la comunicación, como forma para llegar a un equilibrio que favorezca la salud psíquica de la persona. Su pensamiento queda reflejado en esta frase: “La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como unas palabras bondadosas”.
Al poner palabras a sus sufrimientos, el ser humano tiene la posibilidad de comprenderlos y redefinir su postura ante los hechos más dramáticos. Además, también es una forma de reconocer los propios recursos para superar cualquier conflicto psíquico. La palabra tiene un poder curativo siempre y cuando encuentre un interlocutor válido y el espacio adecuado para poder proclamarse. La palabra cobra todo su valor en la interrelación con el otro, pues en esa intercomunicación podemos reelaborar nuestra experiencia y encontrar las pistas de solución. No es hablar como ante un espejo, sin posibilidad de respuesta, sino ante un ser humano, que transmite afecto y cariño, pero también otra perspectiva del problema. Por el contrario, el aislamiento, la dificultad de interacción con el otro, lleva a la persona a un espiral de silencio que incapacita para ser feliz.
El nivel más superficial de comunicación se produce en lugares donde la proximidad física es significativa y donde no hay ninguna relación personal por lo puntual que es el encuentro y en muchas ocasiones sin posibilidad de poderse repetir. Se produce todos los días en los ascensores, en la frutería de la esquina o en la espera de una consulta médica. En todas esas ocasiones lo más socorrido es hablar del tiempo, como forma de romper el hielo. Son encuentros sin historia y finalizan cuando damos por terminada nuestra gestión o espera. No dejan huella ni tampoco nos produce ningún cambio en nuestro comportamiento.
El segundo nivel de comunicación se puede ejemplarizar con las “charlas de café”: se habla de temas de actualidad (políticos, deportivos, etc.) pero todavía no se habla de sí mismo. Es una relación sin compromiso y donde el contenido de la misma es la crisis económica, lo mal que juega el Real Madrid o lo bien que juega el Barcelona, o las aventuras de los famosos y famosillos. Es una charla de entretenimiento donde el objetivo principal es “pasar el rato”.
En el siguiente nivel de comunicación hay un salto cualitativo, pues ya no se habla de acontecimientos, sino que hablo de mí: mis preocupaciones, mis deseos, mis agobios, mis miedos y también mis proyectos.