Todos los jueves del año a mediodía se reúne en la Puerta de los Apóstoles de la Catedral de Valencia el Tribunal de las Aguas desde tiempo inmemorial. Su tarea consiste en resolver los conflictos que surgen en el campo por el uso del agua de ocho acequias que la toman del río Turia, un uso que está debidamente organizado.
Los litigantes acuden al tribunal y el presidente, rodeado por los síndicos de las ocho acequias, ataviados con su blusón negro, dirige el juego de las denuncias y las réplicas con las sencillas palabras “parle vosté” y “calle vosté”. También la sentencia es oral y no se recoge por escrito, porque no hay nada escrito en este ir y venir, sino sólo un valor en el que todos confían, la palabra dada.
Este sencillo proceder ha llamado la atención de propios y extraños porque se trata de proteger un bien común, el agua, de modo que todos los agricultores puedan sacar beneficio y ninguno arrebate a los demás la posibilidad de usarla. Los gastos de transacción, en asunto tan delicado, no pueden ser más bajos, porque se reducen al intercambio verbal de síndicos y afectado. Es sencillamente la confianza la que lo hace todo tan barato.
La ética abarata costes. Si fuera posible un mundo en que contara como moneda corriente la confianza en las familias, las escuelas, las organizaciones y las instituciones, la vida sería infinitamente más barata. Y no sólo en dinero, que es lo que parece interesar a tirios y troyanos, sino también y sobre todo en muertes prematuras, en vidas destrozadas, en conflictos, en eternos procesos judiciales de final incierto, en venganzas, rencores, en papeleos odiosos y en ese coste que varía más o menos, pero que suelen acabar pagando los peor situados.
Ojalá la confianza pudiera ser la base de nuestras relaciones, el mundo sería infinitamente más barato en sufrimiento y también en dinero. Recortar en atención sanitaria o en pensiones sería un despropósito, como ya lo es, pero además ni siquiera haría falta el dinero que se despilfarra un día tras otro en gestionar las relaciones cuando reina la desconfianza.
Claro que todo esto suena a utopía, a cuentos que se inventan los profesores de ética para seguir cobrando su nómina. Como le ocurría a un compañero mío cuando yo era profesora de bachillerato, que lo suyo era el griego y ni las alumnas ni los padres entendían para qué servía eso del griego, y él les contestaba desesperado, sin encontrar más argumentos con que convencerles: a vosotras para aprobar, y a mí para comer.
Pero no era verdad, claro, porque era funcionario en aquellos finales de los setenta y hubiera seguido comiendo aunque eliminaran el griego. Como tampoco es verdad que un mundo basado en la confianza sea un cuento de moralistas estúpidos, sino una posibilidad abierta que deberíamos explotar, entre otras muchas cosas, para que nuestro mundo sea más económico en dolor evitable y también en dinero.
Esto es lo que, con éstas u otras palabras parecidas, veníamos diciendo los que asegurábamos desde hace algún tiempo que la ética es rentable, y la verdad es que los hechos siguen dándonos la razón día a día. Ojalá hubiéramos tomado la ética en serio, porque nos hubiéramos ahorrado una ingente cantidad de amargura y de dolor humano, que es lo importante, y también una ingente cantidad de dinero, que es de lo que hoy todos hablan. Para muestra, un botón de entre una infinidad extensible a todos los tiempos y lugares.