Uno de los grandes peligros de la democracia, para quienes tienen importantes intereses políticos y económicos en cualquier nación, es que la voluntad de la mayoría, bajo el mecanismo del voto, no favorezca al candidato de su preferencia (con quien generalmente comparten valores e ideología), sino que beneficie actores políticos más cercanos a la realidad social de la población.
Es así como las elecciones se convierten en el canal más adecuado para definir, por un tiempo establecido en ley, quién tomará las riendas de un país, una decisión riesgosa, pero legitima, que puede acercar a la nación a mayores esquemas de desarrollo o en su defecto condenarla al atraso.
Aquello pasó en Egipto hace poco más de un año, cuando después de que “el pueblo egipcio” levantó la voz para derrocar al -dictador faraónico- Hosni Mubarak, se llevaron elecciones en aquel país, en las cuales resultó ganador Mohamed Morsi, presidente a quien hace un par de semanas le dieron golpe de estado, pero que llegó al poder gracias a las urnas, donde más del 50% de los electores lo respaldaran como su Jefe de Estado, cargo que ostentaría del 30 de junio 2012 al 3 de julio de 2013.
Que la comunidad internacional apoyara la caída de Mubarak tenía un riesgo particular; que un candidato radical ganara las elecciones, haciendo uso de la fe y el dogma en una población altamente segmentada por la religión, donde un 90% de los habitantes son musulmanes sunníes, un candidato que pese a contar con estudios en EE.UU., vio en el fundamentalismo político y el liberalismo económico una combinación para gobernar el país.
Aquel riesgo se volvió una realidad y Morsi se hizo por la vía legal del poder. Sin embargo, este miembro de la Hermandad Musulmana no convenció a quienes detentan dos poderes determinantes para la estabilidad de cualquier Estado: el ejército y los inversionistas internacionales.
Los primeros son los actores materiales del golpe, una institución con el monopolio de la fuerza que es capaz de interpretar una serie de manifestaciones como la justa reclamación de un pueblo, dejando de lado los mecanismos que la propia democracia establece como la revocación del mandato, o el referéndum para imponer una nueva democracia, donde participan aquellos que no se vieron favorecidos por las votaciones de 2012.
Vale la pregunta critica: ¿Acaso el ejército guarda la soberanía popular? ¿Acaso la manifestación es el instrumento de la democracia para cambiar a los representantes electos por el poderoso voto? Es evidente que el ejército egipcio es una institución con intereses sumamente definidos, son ellos los inamovibles en un gobierno, con rígidas estructuras, que buscan mantener su poder y su renombre como institución estable.
Los segundos, los dueños del capital también juegan un papel preponderante; después del golpe de Estado Egipto perdió gran parte de su dinamismo económico; pues el PIB cambió un vigoroso crecimiento promedio del 6% entre 2005 y 2010, por un pobre 2% que mantiene estancada a la economía egipcia.
Es claro, que todo sistema político en el mundo tiene intereses detrás que lo sostienen, los más comunes son los económicos, que definen si las cosas cambian o se mantienen. Pero en un país como Egipto, la religión juega un papel central, justamente para mantener un status quo que beneficie a una elite o en su defecto para cambiarla.
Los principales actores de este ajedrez político lo saben bien. A los que representan el nuevo gobierno les urge establecer una administración de transición donde todas las voces sean escuchadas, o en otras palabras, donde el reparto de posiciones permita que quienes tengan intereses puedan aumentar su presencia mediática, para convencer a los ciudadanos egipcios, quienes son piones en este tablero, que unidos pueden romper las reglas del juego y volver a tirar al rey. A la Hermandad Musulmana le apremia sacar a los piones de sus movimientos en regla, para reclamar “masivamente” a su rey caído, con base en la misma desobediencia de las reglas.
El riesgo de la democracia no radica en que de la voluntad popular derive un gobierno inadecuado, sino en que esta voluntad se confunda con los intereses de unos cuantos; el riesgo es que las decisiones de unos definan y determinen el destino de una nación, y que el pueblo se vuelva por miedo o apatía un simple espectador.
Dice mi buen amigo Miguel Alejandro Báez, apropósito de la tertulia de la cual es consecuencia esta columna, que […] “la forma más pura de hacer política, es que tu vida no dependa de ello”, una frase que por sencilla que parezca, guarda en ella la sustancia elemental de la democracia, del gobierno de las mayorías a favor de todos; porque la política tiene como fin un servicio, y en el servicio público no debe haber intereses individuales, ni mucho menos prebendas económicas.
@Nacho_Amador