Me confesaba una señora que, mientras se dirigía hacia su casa en autobús, una joven que iba en el asiento de al lado, colgada del móvil, le contaba a su interlocutor durante todo el trayecto una historia tan apasionante, que la señora, cuando llegó a su parada, decidió no bajar. Sólo lo hizo dos paradas más allá, para poder enterarse de cómo terminaba la historia.
El móvil ha cambiado nuestras vidas, nuestro sentido de la intimidad, de la soledad y la instantaneidad. Quizás algunos lectores de cierta edad podrán recordar todavía cuando era necesario “poner una conferencia”. “¿Barcelona, París, Roma? Tienen dos horas de demora”, avisaba la telefonista, y a veces no se conseguía hablar porque las líneas estaban saturadas.
Nuestros abuelos e incluso algunos de nuestros padres vivieron sin el móvil, como subsistieron sin Internet, sin reproductores de mp3, computadoras y otros descubrimientos tecnológicos. Cabe preguntarse si eran o no más felices que nosotros, tan intercomunicados, pero a veces tan solitarios en medio de la tecnópolis.
Con casi 50 millones de líneas o terminales, cabe preguntarse en qué hemos ganado y qué hemos perdido o podemos perder con esta invasión masiva.
No hay duda que tal aparato, que de mero teléfono se ha convertido en miniordenador cargado de prestaciones -agenda, oficina portátil, conexión a Internet, reproductor de música e imágenes, cámara fotográfica y de video, máquina de juegos, plataforma publicitaria y, sobre todo, terminal de mensajería- ha disparado las cifras de un gran negocio y desde luego ha facilitado nuestra vida, en la misma medida que ha creado nuevas necesidades.
Como muchos inventos, en sí mismo es bueno. Todo depende de cómo se use. La imprenta, el tren, el automóvil y el avión cambiaron nuestras formas de relacionarnos. Pero en el momento en que el coche, por ejemplo, se convirtió en Leviatán de nuestras carreteras, nos puede crear dependencias, gastos abusivos… De hecho se está tragando vidas humanas. La televisión es otro gran invento, pero puede convertirnos en estúpidos integrales, si la tenemos todo el día encendida y no sabemos seleccionar nuestra dieta de imágenes.
El móvil nos acerca a la familia, amigos, compañeros, socios o clientes, y de qué manera. Nos facilita la comunicación e información. Nos da seguridad, y, como cuenta el profesor Domingo Gallego, puede prestar libertad e incluso liberación a poblaciones aisladas. Pero también está destruyendo el lenguaje de nuestros adolescentes, fomenta una comunicación trivial y un gasto absurdo y es uno de los instrumentos que contribuyen más al “ruido ambiental”, a no parar, síndrome de nuestro tiempo. Rara es la clase, la conferencia, la proyección de una película, hasta el oficio religioso donde no suene un móvil. ¿Y qué me dicen de la proliferación de las grabaciones, esas diabólicas máquinas con que las empresas se liberan de nuestras preguntas y reclamaciones?
Convendría hacer un alto en el camino y dejar sonar, sin respuesta, nuestro teléfono, para reflexionar en qué nos hace crecer y en qué retroceder en nuestra alegría y paz interior. Gracias a la existencia del teléfono fijo, Serafín Madrid tuvo la gran intuición de fundar el Teléfono de la Esperanza, que ha permitido a miles de personas encontrar, en medio de la desesperación y la amargura, un salvavidas al que asirse en su tempestad y su noche. Ojalá el móvil, además de facilitar peticiones de ayuda en toda clase de de emergencias, pueda despertar iniciativas así.