Más de la mitad de los habitantes de los países industrializados padece sobrepeso, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El resto de países siguen los mismos pasos por el creciente sedentarismo de la población y trastornos en la dieta: aumento en el gasto sanitario por problemas relacionados con la obesidad, diabetes, colesterol elevado, enfermedades coronarias y cardiovasculares. El 60% de los mexicanos vive bajo el umbral de la pobreza, pero uno de cada tres de sus adultos padece sobrepeso, la misma proporción que en Estados Unidos.
Aumentan las enfermedades relacionadas por las migraciones masivas hacia las grandes ciudades. Sortear el tráfico, recorrer los núcleos urbanos de punta a punta y cumplir con “compromisos” que se multiplican ocupan la mayor parte del día de las “muchedumbres solitarias”.
Las personas con pocos recursos no tienen el mismo acceso a gimnasios y clubes deportivos. El cemento le gana terreno a los espacios verdes que antes se utilizaban para actividades al aire libre y donde los niños incorporaban el ejercicio físico a su vida. La sensación de inseguridad en las calles de estas planchas de cemento también provoca el refugio en los hogares, con los niños como principales víctimas, pues limita las actividades que pueden realizar cuando terminan sus deberes del colegio.
La OMS relaciona el número de horas que pasan los niños frente al televisor con el sobrepeso. El origen de esos hábitos está en la ausencia prolongada de muchos padres que trabajan. Los “niños de la llave” se entretienen con la tele y los videojuegos, acompañados de golosinas y de comidas con altos niveles energéticos y poco contenido nutricional.
Los niños imitan la vida sedentaria de sus padres, alejada de la actividad física y el deporte, y sus hábitos alimenticios. Así como fracasan las pretensiones de catequizar a niños de padres que no van a misa ni practican, no funcionan las dietas repentinas ni el deporte cuando hay un problema de obesidad. Además del esfuerzo físico por actividades a las que no están acostumbrados, sufren por la desventaja en la que se encuentran y por las burlas de sus compañeros.
Un niño con uno de sus progenitores obeso tiene hasta cuatro veces más probabilidades de padecer sobrepeso en su vida adulta, según la Agencia Española de Seguridad Alimentaria (AESAN). Ante la importancia del ejemplo en casa, la OMS ha desarrollado proyectos piloto que implican a los padres en un cambio de hábitos alimentarios de la familia, con una dieta variada y rica en frutas y verduras, y en las actividades deportivas, de ocio y de tiempo libre.
Numerosas campañas de marketing de la comida basura se dirigen a los menores, a sabiendas de las horas que pasan solos y de los hábitos sedentarios que fomentan cada vez más padres. En España, diversos estudios sobre la alimentación infantil dejan ver una dieta pobre en frutas, verduras y hortalizas. Hay niños incapaces de describir el sabor de una naranja, de una manzana, de un brócoli o de un tomate.
Algunos padres que se desentienden de su responsabilidad en la dieta del hogar. En ocasiones, los premios en forma de golosinas se convierten en elemento de chantaje para que los hijos dejen el “yo no como eso, no me gusta”. Pero la educación por incentivos juega en contra del porvenir de los menores, pues el estímulo no siempre se sostiene en los años.
Lejos del tópico del “gordito feliz”, la obesidad no sólo afecta la apariencia y la salud física de los niños, sino también la emocional. Sin una autoestima aceptable en entornos escolares de alta competitividad, los menores quedan más expuestos al acoso, al aislamiento y al desarrollo de otras conductas adictivas. Esa baja estima permanece en los años y afecta las expectativas laborales. La obesidad supone un obstáculo para que las personas disfruten de la salud, un derecho que comienza a ejercerse en el hogar desde la educación y el ejemplo de los padres.