Isabel, una divorciada y minusválida de Málaga de 56 años de edad, no pudo superar el hecho de verse obligada a dejar su vivienda como consecuencia de un desahucio. La mujer se arrojó al vacío desde el undécimo piso de su edificio. El cronista se enteró del suceso a través de uno de los viandantes, uno de los muchos que fueron testigos de los agónicos minutos de espera, con la mujer subida a la barandilla del balcón, de espaldas a la calle y haciendo oídos sordos a las desesperadas llamadas disuasorias de policías, bomberos y vecinos.
«Lo siento, pero no me queda otra salida. Cuídate mucho». Con estas palabras, Isabel se despidió telefónicamente de una amiga antes de poner fin a su vida. Es uno de los pocos casos de los que acaban sabiéndose. La mayoría de los suicidios españoles transcurren en el mayor de los anonimatos, sin que trascienda su tragedia.
Las estadísticas van con mucho retraso, pero la media arroja que cada día se quitan la vida nueve personas en España. El suicidio se ha cobrado 33.677 vidas en los últimos 10 años, a un ritmo constante de más de 3.000 muertes anuales desde la década de los 90. El año que más suicidios hubo fue en 2004, con 3.507 fallecimientos. Luego los datos han ido bajando y subiendo. En 2008 llegó a haber 3.457 muertes.
Aunque no hay cifras oficiales más recientes y muchos de estos casos se camuflan como accidentes por vergüenza de la familia, hay un suicidio diario a consecuencia de la precariedad económica, según Eures, la red creada por la Comisión Europea para facilitar la movilidad laboral.
Se trata de empresarios, desempleados, autónomos, incluso jubilados con pensiones de miseria que se marchan de este mundo por falta de dinero, de trabajo y de esperanza. Los empresarios hablan de situación dramática. Lo cierto es que hoy día mueren más españoles por suicidio que por accidentes de tráfico. Entre otras razones porque se está luchando por la seguridad vial, mientras que nuestra sociedad se oculta el suicidio.
El Teléfono de la Esperanza tiene una larga experiencia de llamadas en torno a esta tentación, debida sobre todo a depresiones, angustia, locura permanente o momentánea.
La acentuación puesta en la libertad y el derecho a decidir sobre la propia vida ha hecho correr la tesis de que podemos cortarla a placer. Pero más allá de toda creencia, el instinto de supervivencia está en nuestra ADN y en el de todo el reino animal. Otra cuestión que requiere tratamiento aparte es la eutanasia activa y pasiva. Pero matarse a sí mismo en plenas facultades no deja de ser un acto contra natura. Algo falla cuando decidimos de veras, no por pose o llamar la atención, huir de la vida.
Cabe preguntarse qué causas fomentan hoy el suicidio, cómo prevenirlo, cómo acompañar a la familia del suicida y liberarle del sentimiento de culpa. Los existencialistas decían que hemos sido arrojados a la vida sin pedirnos permiso y los posmodernos que todo es relativo y ya no hay valores definitivos. Mucho drama y poco humor. Como decía el gran Jardiel Poncela, “suicidarse es subirse en marcha a un coche fúnebre”, o Gómez de la Serna: “El suicida quiso cerrar los ojos para no ver la vida, pero se les quedaron abiertos”
En el fondo el suicida se toma la vida demasiado en serio. Olvida su dimensión de comedia o sueño calderoniano y, sobre todo, se deja llevar del loro mental volcado en el pasado o temeroso del futuro, no sabe vivir el aquí y el ahora. El arte de vivir es conectar con nuestro interior que está en presente, desprenderse del personaje que creemos ser y hallar esa energía que se abre a los pequeños regalos de la vida. Una tarea que parece sencilla pero que el ruido actual se encarga de drogarnos. Ojala reflexionar sobre este tema nos ayude a abrir los ojos cuando aún estamos vivos.