“Lo importante no es que vengas, es que vuelvas” reza el último anuncio de Mc Donalds. Y nunca mejor dicho. La comida basura se convierte en imprescindible para aquellos que frecuentan sus establecimientos. Así lo constata la investigación llevada a cabo por The Scripps Research Institute en Estados Unidos, publicada en 2010 en la revista Nature Neuroscience. Sus conclusiones no dejan lugar a dudas: la ingesta de comida basura desarrolla los mismos mecanismos moleculares del cerebro que propician la adicción a las drogas, y en consecuencia su consumo es especialmente adictivo. Tal vez tendríamos que sugerir a las Autoridades Sanitarias que advirtieran a los consumidores de que comer en Mc Donalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut, Burger King, Dunkin’ Donuts… “puede perjudicar gravemente su salud”.
Aunque no es necesario entrar en un establecimiento de comida rápida para consumir alimentos de baja calidad. La mayor parte de comida que compramos está elaborada con altas dosis de aditivos químicos de síntesis como colorantes, conservantes, antioxidantes, espesantes, estabilizantes, potenciadores del sabor, reguladores de acidez, almidones modificados que alteran el alimento en función de los intereses de la industria. Así se consigue dar al producto un color más atractivo, la apariencia de recién hecho o un intenso sabor. El objetivo, vender más.
Varias investigaciones señalan el impacto negativo que el consumo recurrente de algunos de estos aditivos puede tener en la aparición de enfermedades como alergias, hiperactividad infantil, problemas de sobrepeso…, que no han hecho sino aumentar en los últimos años. Así lo aseguraba una investigación realizada en la Universidad de Southampton, en 2007, a petición de la Agencia de Estándares Alimentarios de Gran Bretaña, y publicada en The Lancet, que demostraba el vínculo entre el consumo de determinados aditivos por parte de niñas y niños con el desarrollo de hiperactividad. La solución radica en sustituir dichos aditivos artificiales por otros naturales, pero estos son más caros y la industria alimentaria los descarta. El dinero manda.
La periodista francesa Marie Monique Robin lo documentaba al detalle en Nuestro veneno cotidiano, que trataba las consecuencias en nuestro organismo de una agricultura adicta a los fitosanitarios y de una industria alimentaria enganchada a los aditivos químicos. Entre ellas, aumento de enfermedades como el cáncer, la esterilidad, los tumores cerebrales, el parkinson.
¿Cómo es posible -como señala el film- que la industria agroalimentaria, por ejemplo, siga utilizando un edulcorante no calórico como es el aspartame, en productos etiquetados como light, 0,0%, sin azúcar, cuando varios experimentos han demostrado que el consumo continuado de dicha sustancia puede resultar cancerígeno?
Algunos dirán que dichos trabajos, informes e investigaciones son alarmistas y que todos los aditivos químicos aplicados en la Unión Europea son previamente evaluados por una agencia independiente: la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA). Hace unos meses la organización Corporate European Observatory hizo público un informe en que señalaba los vínculos estrechos del EFSA con la industria biotecnológica y agroalimentaria, así como la dinámica de “puertas giratorias” entre ambos. El conflicto de intereses entre quienes legislan y las empresas del sector es claro.
En su carrera por reducir costes y obtener el máximo beneficio, la industria agroalimentaria ha dejado en un segundo plano la calidad de aquello que comemos. Escándalos alimentarios como el de las vacas locas, la gripe aviar, los pollos con dioxinas, la e-coli… son sólo la punta del iceberg de un modelo agrícola y alimentario que antepone el afán de lucro de unas pocas empresas que monopolizan al sector a las necesidades alimentarias de las personas.
Somos lo que comemos. Y si consumimos productos elaborados con altas dosis de pesticidas, fitosanitarios, transgénicos, edulcorantes, colorantes y sustancias que nos convierten en adictos a la comida basura, esto acaba, tarde o temprano, teniendo consecuencias en nuestra salud. Tal vez ya va siendo hora de que le digamos a Ronald McDonald y a sus amigos:I’m NOT lovin’ it.