Hay que querer, hay que aprender a querer. El hombre ha sido creado por Dios y Dios es amor, pero los humanos, a veces, olvidamos por desmemoriados o por la lacra del pecado de origen, que con tanta frecuencia nos encadena, nos empeñamos en no querer. No queremos aprender a querer.
El aprendizaje es más o menos costoso según las disposiciones que cada uno ponga en el intento de querer. Y podemos si queremos, si encontramos el sentido del amor, que siempre lo consigue el que verdaderamente lo desea.
Todo esfuerzo, cuando al final se vence, proporciona satisfacción en el aspecto humano, y aún más cuando redunda en la consecución de algo que da lugar al buen funcionamiento de la maquinaria social, daremos por bien empleado el esfuerzo en el querer.
Aprenden hasta las piedras, que consiguen transformarse en cantos rodados al limar las aristas, que al igual que los hombres, hacemos crujir con nuestras intransigencias e intemperancias.
Esforzarse en querer, bien merece la pena y aún más, cuando comenzamos un año, que no es vida nueva. No es nueva pero si puede ser el comienzo de tomarse en serio la existencia. Ese tracito de eternidad que se nos presenta, como de improviso, pero con esa cadencia anual que nos regala la vida. Un regalo para escribir en el libro de nuestra existencia.
Aprender a querer, porque el amor es tan hermoso que cuando derramamos sobre los demás, entregamos lo mejor de cada uno.