Cuando los milicianos nos dieron el alto para un mero “control de identidad”, mis compañeros intercambiaron miradas inquietas. “Dejadme hablar; a mí me respetan. Me llamo Mohamed”, dijo el joven apuesto que permaneció silencioso durante la travesía del desierto libio. El intercambio verbal duró menos de tres minutos; los guerrilleros nos invitaron amablemente a seguir el viaje. Al comprobar mi asombro, el joven se sintió obligado a puntualizar: “En las familias religiosas, llamar Mohamed al hijo primogénito es una obligación. Procedo de una familia muy religiosa; como habrás podido comprobar, a veces el nombre sirve de salvoconducto…”.
Recordé las palabras de aquel extraño viajero, titular de varios pasaportes diplomáticos, el día en que Mohamed Mursi, ingeniero educado en California, asumió la presidencia de la República de Egipto. En el caso de Mursi, la explicación parecía superflua. La consigna de su partido – Justicia y Libertad – considerado el ala política de la Hermandad Musulmana – era El Islam es la solución. De ahí la presagiar que los Hermanos iban a establecer una teocracia fundamentalista no había más que un paso. Mohamed Mursi no dudó en dar este paso, valiéndose del apoyo popular, de la voluntad de los egipcios de hacer tabula rasa con el pasado, de borrar el recuerdo de los regímenes militares de Gamal Abdel Nasser y Hosni Mubarak.
Los Hermanos se enorgullecían de haber creado un Estado dentro del Estado egipcio. Un Estado de bienestar, unas estructuras sociales basadas en la honradez. Su Estado en la sombra, edificado durante décadas, contaba con numerosos colegios, hospitales, centros de capacitación profesional. Unas instituciones dinámicas, donde la burocracia, la corrupción, el clientelismo o el proselitismo brillaban por su ausencia. Nada que ver con la rígida e ineficaz maquinaria estatal. Mas la popularidad de los Hermanos Musulmanes poco tenía que ver, al menos aparentemente, con el slogan El Islam es la solución. En Egipto, al igual que en el Líbano y Palestina, los movimientos de corte religioso – Hezbollah, Hamas - lograron imponerse en la palestra de la política con la máxima: Por sus actos los reconocerán. Ni que decir tiene que las agrupaciones islámicas ganaron la batalla de la eficacia merced a su buen hacer.
Tras el inicio de las llamadas Primaveras árabes, el establishment político de los países industrializados aceptó de buenas ganas la presencia de militantes islámicos en los Gobiernos de Túnez, Egipto, Libia. Más aún: no dudó en bendecir a los jihadistas radicales que tratan por todos los medios de acabar con las estructuras laicas implantadas en Siria por los colonizadores franceses y perpetuadas por la dinastía de los Assad.
Cabe preguntarse: ¿serán los militantes islámicos el relevo deseado por Occidente en una región hasta ahora controlada por regímenes autoritarios y retrógrados? ¿A quién le favorece el cambio? Aparentemente, no a los pueblos de la zona.
A la hora de buscar el común denominador de la nueva clase dirigente emanante de las Primaveras, sorprende el paralelismo entre el egipcio Mohamed Mursi, educado en California, el libio Mahmud Jibril, economista que proviene de las universidades norteamericanas, el tunecino Ahmed al Ganoushi, uno de los ideólogos islámicos de mayor relieve, educado en Francia y exiliado en Londres, el iraquí Ahmed Chalabi, titulado del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), el también iraquí Ali Alawi, ex ministro de comercio y de defensa de Irak, educado en los Estados Unidos.
¿Simple casualidad? Demasiadas casualidades. Pero no, las casualidades no existen. Ahora bien, si hacemos caso omiso de las teorías conspiracionistas, llegaremos fácilmente a la conclusión de que los espectaculares cambios socio-políticos contemplados a comienzos de la pasada década por la Administración Bush se han ido materializando. Pero los nuevos aliados de Washington y de Bruselas no son valedores de la democracia ni defensores del ideario humanista de la civilización occidental. Su llegada al poder no mejora la imagen de los Estados Unidos y/o de sus socios europeos en el mundo árabe, ni deja entrever un cambio de actitud de la opinión pública musulmana frente al fiel aliado de Norteamérica en la región: Israel. Al contrario: las llamadas Primaveras parecen hacer especial hincapié en la… importancia de llamarse Mohamed.