“Vive la France!” (que Viva Francia). Con esas palabras resumió el senador estadounidense John McCain en su cuenta de Twitter la decisión francesa de bloquear la firma de un convenio entre las autoridades de la República Islámica de Irán y las potencias que integran el Grupo 5+1 - Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, Rusia, China y Alemania - sobre el porvenir del programa nuclear iraní. Recordemos que las negociaciones en Ginebra fracasaron tras la negativa del gobierno galo de avalar un proyecto de acuerdo sobre el controvertido programa atómico persa.
Curiosamente, los franceses, al igual que los norteamericanos, se negaron a aceptar el articulado del documento al considerar que éste ofrecía muy pocas garantías de seguridad para la comunidad internacional. Con esta maniobra, las autoridades galas dejan la puerta abierta para la presentación de un texto elaborado por los congresistas estadounidenses, que contempla una serie de medidas específicas destinadas a contentar tanto a los legisladores republicanos como a los demócratas. Se trata, según fuentes diplomáticas occidentales, de una serie de exigencias concretas, que podríamos resumir de la siguiente manera: suspensión del programa de enriquecimiento de uranio, desmantelamiento de los sistemas de centrifugado, control internacional del conjunto de las actividades relacionadas con el desarrollo de la energía nuclear de “doble uso”, así como el control del reactor de agua pesada de Arak, considerado por los expertos como el “mayor peligro potencial” del programa nuclear iraní.
Si bien es cierto que los emisarios de Teherán acudieron a la cita ginebrina predispuestos a aceptar la inspección in situ que reclaman los miembros del Grupo 5+1, los altos cargos gubernamentales se apresuraron en subrayar el hecho de que su país jamás consentiría abandonar definitivamente el programa atómico. Por su parte, sus interlocutores señalaron que no se trataba de prohibir a los persas el acceso a la energía nuclear, sino pura y simplemente de velar por que Irán no infrinja las normas del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, instrumento internacional no ratificado por Teherán, Tel Aviv, Nueva Delhi, etc. Para los miembros del Grupo, se trataba de sugerir (véase imponer) un férreo sistema de control internacional, llevado a cabo por los órganos especializados de Naciones Unidas. Inútil recordar que las autoridades persas autorizaron en su momento las visitas de expertos de la Agencia Internacional para Energía Atómica (AIEA), quienes no detectaron, al menos durante las primeras misiones, indicios de una posible utilización del uranio para fines bélicos. Sin embargo, tras la insistencia de Israel (y Estados Unidos), surgieron inesperadas “dudas” al respecto. Sabido es que el Gobierno israelí está empeñado en reclamar la destrucción total de las instalaciones atómicas persas, alegando que estas suponen un peligro para la seguridad del Estado judío. La suspicacia de la clase política hebrea encuentra sus raíces en el ideario del ayatolá Jomeyni, que contemplaba la desaparición de Israel, así como en la no menos virulenta campaña anti-judía llevada a cabo por el ex presidente Mahmúd Ahmanideyad, ferviente defensor de la guerra total contra el “ente sionista”.
Conviene recordar que, tras la llegada al poder del moderado Hassan Rohaní, los parámetros cambian. Sin embargo, tanto Washington como su inesperado aliado francés, parecen dispuestos a dar otra vuelta de tuerca a las relaciones con Teherán. Aún no se sabe si las motivaciones son meramente estratégicas o si la maniobra encierra, como sugieren algunos, consideraciones de otra índole. ¿Suministro a buen precio de “oro negro”? ¿Incumplimiento de multimillonarios contratos firmados en la época del Sha pese a las promesas de Jomeyni? ¿Viejas deudas comerciales? Los diplomáticos suelen ser muy hábiles a la hora de ocultar las verdaderas razones de su brillante actuación.