Su foco: la alimentación escolar. Su objetivo: 18 millones de estudiantes matriculados en las escuelas de Bolivia, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay y Perú. Su costo: US$ 25 dólares por niño al año. Su potencial: fortalecer la seguridad alimentaria y el desarrollo local uniendo la alimentación escolar con la agricultura familiar.
Eso es lo que revela el "Panorama de la Alimentación Escolar y las Posibilidades de Compra Directa de la Agricultura - estudio de caso en ocho países", producido en el marco de un proyecto de Cooperación Sur-Sur en América Latina que involucra a la FAO, el gobierno de Brasil y los gobiernos de los ocho países participantes.
Según el estudio, en 2012 los ocho países estudiados destinaron un total de US$ 938, 51 millones de dólares a la alimentación escolar.
Ese valor es pequeño si se tiene en cuenta la amplitud y profundidad de sus impactos.
Estos incluyen el refuerzo de la seguridad alimentaria de toda la familia; el incentivo a la permanencia en los colegios; un mejor desempeño en término de aprendizaje; una dieta más saludable; y una mayor demanda potencia para los productos de la agricultura familiar.
Sin embargo, el rasgo más importante que reveló esta experiencia es de naturaleza política.
La alimentación escolar, poco a poco, se vuelve un consenso en una América Latina, región que ha aprendido -por las malas- que la lucha contra el hambre no es un problema sólo de los hambrientos. Especialmente cuando se trata de la desnutrición infantil, un desafío para toda la sociedad.
Erradicarla, representa uno de los ejes más promisores de la salud pública en los países en desarrollo.
En estas sociedades, más del 30% de la mortalidad infantil en los primeros cinco años de vida, encuentra su origen en el hambre. Y el hambre pavimenta el camino por el cual la pobreza transita de una generación a la siguiente.
La alimentación escolar también ataca la otra cara de la malnutrición: el sobrepeso y la obesidad, contribuyendo a la adopción de hábitos y dietas sanas, valorizando alimentos frescos y fomentando la producción y diversidad de los alimentos locales.
Un gobierno que tenga un margen estrecho para atender las demandas del desarrollo no errará si le da prioridad a la seguridad alimentaria de los niños.
Fue lo que hizo Brasil, en 2003, durante el inicio de Programa Hambre Cero. Actualmente, Brasil atiende a 47 millones de niños y adolescentes. A partir del 2009, el 30% de los recursos del programa se utilizan para comprar insumos de la agricultura familiar.
Esto ha generado que cerca de mil millones de reales al año pasen a "regar" los campos y las pequeñas ciudades del interior del país.
La dinámica de estos encadenamientos, que hoy involucran a 400 mil familias de agricultores, trae esperanza a otras naciones.
La FAO y el gobierno de Brasil han unido esfuerzos para aterrizar esta experiencia y adaptarla a las condiciones concretas de los diversos países de la región, y once países participan actualmente de este esfuerzo conjunto.
El punto de partida para este esfuerzo requiere una decisión política que es, al mismo tiempo, simple y divisora: canalizar el poder de compra del Estado -muchas veces diluido en la adquisición de importaciones agrícolas- hacia el eslabón más débil de la cadena rural, formado por la agricultura familiar. Un programa de alimentación escolar bien estructurado puede ser un verdadero punto de inflexión en las sociedades donde predomina la pobreza en las zonas rurales y la desnutrición acosa a la infancia.