Casi un centenar de expertos independientes de Naciones Unidas acaba de subrayar que los migrantes son seres humanos con derechos y no sólo agentes de desarrollo económico. A veces se nos olvida que la sociedad humana la constituimos entre todos y que cualquiera de nosotros podemos ir de acá para allá. Al fin y al cabo, todos somos ciudadanos de este planeta, y como tales, con derechos y también deberes. La cuestión es que hemos convertido a millones de migrantes en mano de obra barata, en un recuso fácil para la explotación, en objetos de comercio. O sea, en ciudadanos de segunda, con pocos derechos y hasta nula compasión. Hay quienes consideran que la migración irregular no debe consentirse, porque son un peligro para la sociedad y que hasta debe perseguirse con la pena mayor de prisión. Quieren convertir la migración en un delito. Obviamos que son personas como nosotros y que los derechos humanos son derechos inalienables para todo ciudadano y, por consiguiente, cuando se violan sus derechos, estamos infringiendo la misma ley natural.
Todos necesitamos vivir más allá del instinto de supervivencia, por eso, los Estados no sólo deben buscar una mera protección ciudadana hacia estas personas, también han de educar a la ciudadanía a desterrar mitos tan excluyentes, como el considerarlos una carga o un desastre para el país. Por ejemplo, jamás debería retornar un migrante a un país donde pueda ser torturado. Hay que buscar alternativas de convivencia, además de combatir la xenofobia y la violencia hacia niños y mujeres migrantes. En algunos casos, hay mujeres y niñas que están destinadas a ser explotadas en el trabajo casi como esclavas, y a veces incluso en la industria del sexo.
Con razón los expertos de Naciones Unidas piden, aprovechando la conferencia internacional de la Asamblea General del 3 y 4 de octubre, una ratificación de la Convención sobre la Protección de los Derechos de los Trabajadores Migrantes y sus Familias. A este respecto, es imposible callar ante las imágenes sobrecogedoras que viví recientemente en Madrid, donde multitud de migrantes dormitan en plazas bajo unos cartones. O las emisiones de televisión de desplazamientos masivos en Siria en busca de un lugar seguro. ¿Cómo no pensar en estos ciudadanos, seres humanos como nosotros, que han llegado al mundo con las mismas esperanzas legítimas de un bienestar de vida? Aunque callemos, su voz nos sigue hablando. Por tanto, debemos reflexionar sobre estas estampas tan bochornosas como crueles.
Resulta evidente que hay que aumentar los esfuerzos para proteger los derechos de la ciudadanía migrante. Precisamente, la migración tiene más probabilidades según estudios realizados de ser beneficiosa para todos y, en este sentido, es importante recordar, especialmente en esta época de crisis, el papel positivo que tienen los migrantes en el rejuvenecimiento y en la vida de un país. Tenemos que hacer de los derechos humanos el centro de la política migratoria. Ellos son los grandes discriminados del mundo actual. Esta situación precaria debería despertar al menos la solidaridad de todos, en lugar de provocar recelos, intolerancia, xenofobia y racismo. Sin duda, deberíamos priorizar sus garantías de vida digna, y fomentar una nueva visión en la familia humana, desde una perspectiva universalista y conjunta, más incluyente y compasiva. En la nueva humanidad todos debemos ser ciudadanos del planeta, en el que no caben los esclavos ni los extranjeros, puesto que la globalización conlleva la unidad y la unión entre todos.
Para ello es fundamental, aparte de considerar a los migrantes como ciudadanos, hacer realidad una verdadera cultura del incondicional apoyo, de la mano tendida y del corazón desprendido. Es cuestión de cambiar de actitudes, de amar por amar y no para ser amado, puesto que nada nos sublima tanto como hacer feliz a un semejante. Quien lo hizo, ya lo sabe. Desvivirse por los demás es como revivirse para sí. Está visto que son las pequeñas cosas que compartimos las que nos injertan nuestra propia felicidad. Haga la prueba y respóndase.
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