Por Alfredo M. Cepero
Hace escasamente un mes que se cumplieron 112 años en que fue izada por primera vez en El Morro, que como un cíclope gigantesco guarda la entrada a la Bahía de La Habana, la bandera de la estrella solitaria. A 34 años del grito de Céspedes en Yara, los cubanos teníamos finalmente himno, bandera y esperanzas. Nacíamos bajo el lastre de la Enmienda Platt, un pueblo plagado de analfabetismo, una miseria rampante y una clase política apresurada por disfrutar los frutos de una recién estrenada libertad y sin experiencia en los mecanismos de la democracia.
Pero, por primera vez en nuestra historia, aunque con ciertas limitaciones, podíamos ser los arquitectos de nuestro futuro como nación y como pueblo. Un edificio al que le faltaban paredes, techos y pintura pero con los cimientos sólidos que nos legara José Martí. Sólo teníamos que escuchar sus admoniciones y aplicar sus enseñanzas. Pero no lo hicimos porque lo convertimos en una especie de santo de quien esperábamos el milagro que nos entregara una nación perfecta. Bastaría con invocarlo. No teníamos que imitarlo. Ya vemos cual ha sido el resultado.
Y ese no era el Martí que cayó abatido en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895. Tenía 42 años de edad pero el doble de madurez adquirida en sufrimientos, desengaños y traiciones de compatriotas que le envidiaban el talento y no le perdonaban que los convocara al sacrificio y al deber. Nos convocaba al trabajo, no a la vida fácil. Porque siempre tiene que haber siembra antes que cosecha. Parafraseando la letra de una de las muchas canciones que los cubanos le hemos dedicado, si no hubiera muerto tan joven "otro gallo habría cantado".
Aquel joven iluminado por el ideal fue, además de patriota consagrado, maestro y profeta. Nos dio la fórmula simple, sabia y eficaz para que continuáramos su labor de fundar una república con justicia y libertad para todos los cubanos cuando dijo:"Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre."
Con esa fórmula debería ser encabezada la constitución que nos daremos después de la caída de esta tiranía a la que ya se le acaba la gasolina. En ella está resumida la que debe ser la obligación prioritaria de los gobernantes de cualquier nación. La meta no debe ser aumentar el poder del gobierno sino crear ciudadanos que piensen y actúen sin temerle al poder del gobierno. Una nación donde el ciudadano sea el soberano y los gobernantes sus sirvientes, no sus amo ni sus mandamases. Porque cuando los factores se invierten caemos indefectiblemente en la tiranía.
Martí fue, por otra parte, un intransigente no sólo contra de la opresión sino contra los que se arrodillan ante los opresores. Entendió siempre que con los tiranos no se negocia. Se les derrota con las únicas armas que entienden y que temen. Entre el diálogo de la palabra y el diálogo de las balas, aquel artífice de la palabra entendió muy pronto que no tenía otra alternativa que optar por la elocuencia del diálogo de las balas.
A quienes viajaban a Cuba suplicando el permiso del gobierno colonial les dijo: "¿Ver a un pueblo entero, a nuestro pueblo en quien el juicio llega hoy a donde llego ayer el valor, deshonrarse con la cobardía o el disimulo? Puñal es poco para decir lo que eso duele. ¡Ir, a tanta vergüenza! Otros pueden: ¡Nosotros no podemos!".
A los autonomistas que le hacían el juego a la metrópolis les dijo: "La independencia sería más temible que deseable si con el nombre de ella se levantase a ahogarla una nueva tiranía". Y para no dejar la más mínima duda, los enfrentó con la firmeza que sólo tienen los hombres convencidos de sus ideales: "La independencia que se anhela…jamás podrá ser la continuación de la obra tortuosa, indecisa, descorazonada y parcial de la autonomía".
Con la alborada del 20 de mayo de 1902 la república comenzó a dar sus primeros pasos aunque, como sabemos, muchos de ellos fueron vacilantes y condujeron a la segunda intervención norteamericana. Sin embargo, lo que nos faltaba en madurez política era compensado con nuestros progresos en el campo económico. Para la década de 1950, los indicadores económicos de Cuba la situaban entre los tres países más desarrollados de la América Hispana y por encima de países europeos como España e Italia. No abundaré en estadística porque es un hecho incontrovertible que los cubanos somos capaces de crear riqueza. La prueba es este exilio de hombres y mujeres trabajadores y exitosos.
¿Por qué caímos entonces en la tiranía más larga y cruel que ha sufrido pueblo alguno en América? Sin aventurarme a agotar el tema con múltiples interpretaciones la respuesta es simple: Nos olvidamos de las enseñanzas de Martí. Los gobernantes no fueron a servir sino a servirse y los gobernados estábamos demasiado ocupados en satisfacer nuestros egoísmos para prestar atención al bienestar colectivo. La crisis fue de principios. Ojalá que hayamos aprendido que, sin principios, no hay sociedad que perdure ni que prospere. Por lo tanto, propongo que cambiemos nuestro tradicional lema de: "Sin azúcar no hay país" por el de: "Sin principios no hay país".
No me hago, sin embargo, ilusiones de que en un futuro cercano los cubanos seamos capaces de aplicar en su totalidad la doctrina martiana. La mitad de los 112 años después de izada la bandera en El Morro--nada menos que 55 años--nuestro pueblo ha sido objeto de un abuso mental y físico de proporciones brutales. Le cambiaron la historia, le impusieron mitos y lo despojaron de principios para convertirlo en esclavo. Su presente es alucinante y su futuro sin esperanzas. No en balde cuando nos encontramos con muchos hijos de la revolución parecemos seres de distintas galaxias porque, aunque hablemos el mismo idioma y respondamos al mismo gentilicio, no somos capaces de entendernos.
Y entendernos tiene que ser el objetivo de todos los que, a pesar de diferencias y distancias, amamos a esa isla con tal intensidad que no podemos arrancárnosla de nuestros corazones. El puente es José Martí, el santo y el poeta, pero sobre todo el patriota y el mártir. El muchacho enclenque que sufrió el sol despiadado de las Canteras de San Lázaro, el joven que desafió los inviernos brutales de Nueva York, el padre que renunció a ver crecer a su hijo unigénito para servir a la causa de la libertad, el exiliado que caminaba centenares de cuadras para no gastar el dinero de la revolución y el patriota que se inmoló en Dos Ríos porque no quería vivir sin patria. Si en vez de cantarle loas nos decidimos a imitar su ejemplo haremos realidad la Cuba que no supimos construir y que le debemos a José Martí.