Sabemos que la compasión fomenta el dicha anímica, por muy fuertes que sean las cenizas de la desilusión
A cualquiera de nosotros le gusta llevarse bien con uno mismo, vivir mucho, pero mejor aún vivir bien y, todavía más, poder sentir el amor todos los amaneceres, aunque sólo sea para poder amar, y hallar en el bienestar del semejante su idéntico afecto. Personalmente, me interesa mucho más el índice de placidez de un pueblo que su producto interior bruto. Este último fruto lo único que hace es volvernos materialistas. De ahí, que aplauda la labor de Naciones Unidas, por reconocer la relevancia de la felicidad y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos y la importancia de su inclusión en las políticas de gobierno. Pero también esta complacencia íntima depende de cada uno de nosotros. En la medida que nos donemos, sin esperar recompensa alguna, nos sentiremos más satisfechos. Obviamente, se precisa un nuevo modelo de vida, que apueste por una prosperidad más colectiva, no sólo basada en la cuestión económica, sino también en otros paradigmas medioambientales, sociales o propiamente humanos. A mi juicio, tenemos que dejar que actúe más el sueño del amor sin condiciones, para ser sensibles a tantos desórdenes sembrados desde la parcela inhumana del dominio. Únicamente hay una cuestión importante en el cotidiano quehacer existencial, contribuir a que lo armónico cohabite en nuestros regios pasos. Todo lo demás no tiene importancia.
Efectivamente, sólo desde el reencuentro de unos y de otros, bajo el propio obrar ético, es posible la concordia. Por desgracia, el mundo cada día es más infeliz, y por ende, tremendamente injusto. Hemos perdido por el camino tantos desvelos en la búsqueda de la verdad, que apenas nos queda valor para reorientarnos en este caos que hemos generado todos contra todos. Resulta significativo el cúmulo de degradaciones vertidas alrededor del medio ambiente o del mismo ser humano en cuanto a su innata dignidad. Por otra parte, resulta verdaderamente mezquino que en los mismos países se formulen políticas que conllevan a fuertes desigualdades, cuando los gobiernos deberían animar a que la solidaridad entre regiones fuese algo más que meras palabras, adoptando indicadores básicos de bienestar mínimo para sus ciudadanos. Sería bueno, en consecuencia, que coincidiendo con el Día Internacional de la Felicidad (20 de marzo), adquiriésemos nuevos compromisos de desarrollo más inclusivo y sostenible, reafirmando nuestra promesa de compartir con los que menos tienen. Trabajar por el bien común, aparte de engrandecernos y de tranquilizarnos por dentro, también nos enriquece, sobre todo a la hora de reencontrarse uno consigo mismo, que puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
Sabemos que la compasión fomenta el dicha anímica, por muy fuertes que sean las cenizas de la desilusión. Al final nuestro corazón armoniza con aquello que somos, no con lo que tenemos. Con frecuencia el mundo busca la felicidad en los placeres, en los bienes materiales, y ese camino lleno de competitividades, lo que genera es un volcán de conflictos. Es preciso repetir, que no puede haber solidaridad, donde no anida el amor verdadero. Sería precioso para el futuro del ser humano que nos olvidásemos de nuestros intereses para entregarnos con generosidad al servicio del prójimo. Hoy el mundo necesita personas de horizontes amplios, ciudadanos de corazón grande, dispuestos a dar lo mejor de sí por la especie humana. O sea, de vivir para los demás.
La persistente crisis actual, a mi juicio, lo que requiere claramente es una revisión de las actuales estructuras políticas, económicas y financieras a la luz del imperativo moral, para que el bienestar alcance a todos los individuos. De cualquier manera, considero, que urge corregir los errores de nuestros instintos. Tampoco se puede vivir con tranquilidad viendo el rostro de horror de tantas vidas inocentes, víctimas de la violación de los derechos humanos tantas veces ignorados. Los centros escolares no pueden ser usados con fines militares. La pobreza no puede ser enquistada en los más débiles. Desde luego, estas horrendas situaciones tienen que cambiar si en verdad pretendemos que todos los ciudadanos tengan las mismas posibilidades de desarrollarse. En cualquier caso, para que culmine un clima de progresos auténticos y suficientes para todos, habría que modificar hábitos que se han vendido como ejemplarizantes; estoy hablando de la tolerancia inmoral tapada por esas mismas estructuras poderosas. No pueden quedar impunes hechos que corrompen, al final la podredumbre alcanza a todos.
Realmente, parece que vamos de fracaso en fracaso, y esto debe enseñarnos a rectificar, a buscar nuevas fórmulas para reactivar el ánimo. Los momentos actuales me parecen que son de una gran oportunidad para volver a comenzar con más tesón la lucha por ese bienestar gozoso que todos los seres humanos buscamos y nos merecemos. Por desdicha, multitud de ideologías dominantes tratan de imponer unos criterios egoístas, inspirados en el comercio más absurdo, implantando en la mayoría de las ocasiones la violencia y el odio como medio racional de los conflictos que puedan surgir. Es hora de que la ciudadanía mundial despierte y aspire a reivindicar una vida feliz y plena, libre de temores y ataduras, sin necesidades y en armonía con el orbe. Indudablemente, el progreso y la calidad de vida de sus moradores revierte en la felicidad que se respira. Por ello, hay que buscar la orientación global, aunque tengamos retrocesos y contradicciones, lo más importante es analizar el problema, ver que sí los niveles de salud pública, de estabilidad laboral o de calidad del medio ambiente, así como el goce pleno de los derechos humanos, no pasan del papel a la realidad, debemos intervenir de manera inmediata. Necesariamente, los valores de felicidad, armonía, justicia, dignidad, son de aplicación directa, necesaria y perentoria, para todos los pueblos y para todas las personas.
Ciertamente, por lo dicho anteriormente, cuesta entender que haya personas felices cuando otras, tan humanas como ellas, continúan sufriendo la exclusión de la vida, el terror y las privaciones hasta de aliento puro. Está visto, además, que el ser humano no puede lograr la paz, la seguridad y la felicidad sin tener un equilibrio satisfactorio de sus necesidades materiales, pero también espirituales. Un espíritu feliz siempre es un bien común, pero antes tiene que apreciarse a sí mismo. Consecuentemente, los distintos gobiernos del mundo han de garantizar el armonioso desarrollo del ser humano, y en este sentido, la familia que en verdad lo es, son los que primero cuidan y enseñan a sus hijos, para que puedan llevar una vida feliz y solidaria entre hermanos. Con premura, tenemos que desterrar los privilegios y beneficios injustos en favor de los países o familias más pudientes, clausurar los muchos paraísos fiscales que empobrecen a los más pobres, para empezar a movernos por un orden más equitativo. Al fin y al cabo, no olvidemos que el hombre más feliz es aquel que sabe reconocerse en ese eslabón del camino, como un ser que comparte y que se parte de alegría ante el bien ajeno, viviéndolo como si fuera propio.
corcoba@telefonica.net