Coincidiendo con la época en la que gobernaba Luiz Inácio Lula da Silva, de 2003 a 2010, Brasil vivió una época dorada y creció 4% en promedio, con un 7.5% en 2010, en el epicentro de la crisis financiera mundial.
Lo más importante, es que cerca de 30 millones de personas, de un país de 200, pasaron de operar en la economía sumergida, a gozar de un contrato de trabajo y vacaciones pagadas. Se integraron a la sociedad creando una poderosa y nueva clase social. Así, Brasil dio un salto de gigante ingresando en la modernidad.
Su ascenso parecía imparable, y quedó simbolizado cuando Río de Janeiro en octubre de 2009 ganó el derecho de albergar, por primera vez en Sudamérica, los Juegos Olímpicos de 2016, rebasando a Chicago, Tokio y Madrid.
Hoy, seis años después (a menos de dos de que se celebren dichos juegos, que ya nadie comenta) el gigante latinoamericano está en recesión económica, su inflación incrementa hasta el 7.7%, el desempleo sube, aunque aún se mantiene fijado al 5%, el dólar cada día se cotiza más caro, el país vive inmerso en una crisis política y en un enorme escándalo de corrupción, sacudiendo las estructuras de poder.
La mayoría de los economistas convergen en que el ciclo expansionista de la economía simbolizado por Lula, quien hábilmente se benefició de las circunstancias, está pendiente abajo, llegando a su fin durante el primer mandato de Dilma Rousseff (2010-2014).
Antes de eso, los mismos brasileños que accedían a una nueva clase social gozaban de créditos baratos para comprar, estimulando el consumo a la par que la economía se aceleraba.
Las exportaciones, especialmente la venta de soja a China, contribuyeron a recrudecer este fenómeno (ciclo expansionista), adquiriendo una velocidad que asombró al mundo. Pero desde hace tiempo, las familias llegaron al tope y se encuentran lo suficientemente endeudadas, el consumo se ha paralizado y las exportaciones chinas han mermado.
Durante ese primer mandato, Rousseff, a contrapelo de la crisis mundial, trató de insuflar oxígeno a base de invertir en obras públicas y seguir alentando los créditos al consumo; pero el ciclo, como alertaban los economistas, se había acabado.
La misma Rousseff, lo ha asumido tras ganar las elecciones en 2014 (tarde para muchos especialistas, que le acusan de cargar con las impopulares medidas de contención para ganar votos), tomando posesión de su segundo mandato el 1 de enero de 2015.
El viraje económico es drástico: el Gobierno apela ahora a ajustes en el gasto, sube impuestos, eleva los tipos de interés (que frenan el consumo y contienen la inflación) e incrementa la tasa que grava la gasolina y la luz. Todo ello coincide con una crisis política proveniente, entre otros factores, del ajustado resultado de la votación de la segunda vuelta.
Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), obtuvo un 51.6%, ganando a Aécio Neves, del más liberal Partido de la Socialdemocracia (PSDB) por un margen mínimo, obteniendo 48.3%, la diferencia más ceñida de unas elecciones brasileñas desde el final de la dictadura en 1985.
Esta extrema polarización se ha exacerbado por los malos resultados económicos y las acusaciones de corrupción que atraviesa la petrolera pública de Petrobras, carcomida verticalmente desde los tiempos de Lula. Un círculo vicioso cuyo exponente es la marcha de protesta y las malas noticias que, según los especialistas en macroeconomía, se atisban en el horizonte.
Una persona que hace cinco meses recibió casi 55 millones de votos no puede estar frágil. Las protestas no revelan una fragilidad del Gobierno, sino que las instituciones son capaces de absorber manifestaciones contrarias. La conciencia democrática rechaza cualquier actitud golpista.
Pese a los funestos augurios, no todo está dicho para el gigante suramericano, pues al final del túnel puede haber una luz, para manejar la actual situación haga la presidenta Rousseff, salvándolo del despeñadero.
*Diplomático, Jurista y Politólogo.
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