Granjeros como Mircea Necrilescu descubrieron un día que una parte de sus tierras había sido vendida. Al reclamar, el gobierno les mostró documentos que acreditaban la venta voluntaria de esas tierras.
Las extensiones acaparadas son propiedad de Rabo Farm, un fondo de inversión de tierras de 315 millones de euros que pertenece al banco holandés Rabobank y que se ha hecho con hasta 140 hectáreas en la zona de Zarand y decenas de miles de hectáreas en otras zonas rurales de Rumanía.
El caso, en manos de la justicia rumana, apunta a un juez y al ex alcalde de Zarand, condenado hace dos años por la Agencia Nacional anti-Corrupción por aceptar 40.000 euros a cambio de dar los documentos de propiedad a empresarios sin escrúpulos. Esto sirvió para fabricar pre-contratos que les permitieran poner las tierras a su nombre. Los empresarios han servido de intermediarios Rabobank, el nuevo propietario de esos terrenos.
Oxfam Australia denuncia prácticas parecidas en países del sureste asiático y en Brasil por parte de gigantes de la banca australiana. ANZ, National Australia Bank, Commonwealth Bank y Westpac han inyectado dinero en compañías investigadas por apropiación de tierras en Camboya, en Malasia y en Tailandia. Codician estas enormes extensiones de tierra por el potencial económico que tienen sus plantaciones de azúcar y otras materias primas.
Estas compañías sobornan a los gobiernos para forzar la expulsión de comunidades enteras, lo que ha desembocado en la merma de las cosechas de las que dependen para su supervivencia.
Ha sido de tal magnitud el escándalo por corrupción, por daños medioambientales y por violaciones de derechos humanos que Coca Cola, vinculada a una de las empresas en Brasil implicadas en estos casos, se ha visto forzada a implementar una política de “tolerancia cero” con la apropiación de tierras.
Las investigaciones han llevado a los bancos australianos implicados en estos casos a “dialogar” con Oxfam sobre cómo reconducir la situación y a plantear cambios en sus políticas internas como ocurrió con Coca Cola para mostrar su “repudio” hacia estas prácticas que hasta entonces habían consentido.
Ante una posible estrategia de lavado de cara por parte de banco y empresas, con millonarias partidas para marketing e imagen, investigaciones como la de Oxfam refuerzan la necesidad de reforzar la lucha contra la corrupción en un plano internacional. Cada año, un billón de dólares acaban en los bolsillos de funcionarios públicos en concepto de sobornos, según los datos sobre corrupción que maneja el Banco Mundial.
La lucha contra la corrupción ya no puede limitarse a condenar a los gobiernos que se dejan corromper. Esto no sólo daba muestras de una doble moral que miraba con benevolencia a grandes multinacionales que se limitaban a cumplir con su cometido: obtener beneficios a costa de lo que fuera. Además, dejaba impune a uno de los dos actores fundamentales para que se materialice un caso de corrupción. Los gobiernos de los países ricos también tienen la obligación jurídica de controlar a sus bancos y a las grandes multinacionales para impedir abusos o investigar y penalizar cuando éstos se hayan producido.
Empresarios, juristas y miembros de la Cámara de Comercio se opusieron hace unos años a que el Departamento de Justicia de Estados Unidos investigara a 78 multinacionales por violar el Foreign Corrupt Practices Act.
Los empresarios se quejaban de que la lucha de la corrupción en países extranjeros inhibiría las inversiones de empresas estadounidenses en el extranjero y veían poco pragmático trazar una línea que distinguiera soborno de lo que, para ellos, era una práctica habitual y una forma “distinta” que tienen otros países en su forma de entender los negocios.
Este argumento normaliza la corrupción de los “países tercermundistas” a los que luego critican muchos medios occidentales y refuerza la creencia de que la corrupción sólo afecta a “esos países”.
Sobornar a funcionarios públicos refuerza modelos coloniales, contribuye al debilitamiento de la cultura democrática de “esos países” y desmonta una supuesta superioridad moral de los países “desarrollados”. El gobierno holandés y el australiano deben tomar cartas en casos que implican a sus bancos en el expolio de tierras que no les pertenecen.
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