Centroamérica: La frustración de una esperanza
Hoy por hoy nos podemos conformar con que las heridas se cicatricen en el menor plazo posible y nada más
Por José Manuel Díaz Olalla
Después del paso de aquel auténtico caballo de Atila que fue el huracán Mitch, el panorama al que podemos asomarnos en esa geografía atormentada de Centroamérica es bastante más desolador del previsto apenas unos meses después de la tragedia. Y no es malo plantear por qué tantas expectativas generadas tras todos los compromisos manifestados por la comunidad internacional no han llegado a plasmarse aún en auténticos avances hacia el desarrollo de la región.

No debemos dejar de recordar que fue la comunidad internacional la que prometió aportar 9.000 millones de dólares para paliar los estragos del huracán, pero, a día de hoy, por Centroamérica parece que nunca pasaron. Sería bueno que las cifras no se convirtieran en un espejismo más y que fuéramos capaces de desmenuzarlas en sus auténticos conceptos. La mayor parte de esos recursos no son donaciones en sí mismos -es decir no es dinero a fondo perdido-, se trata de créditos blandos que deben devolverse en buenas condiciones y se destinan en su mayoría a la compra de materiales con objeto de la reconstrucción.

Si acaso se ha conseguido que el vértigo de las cifras no confunda el sentido de las mismas sería bueno, pasado el tiempo, atender a un somero balance de los incumplimientos registrados en esa ayuda oficial. La Unión Europea, por ejemplo, no ha desembolsado apenas nada de los 270 millones de dólares que prometió. El Banco Interamericano de Desarrollo aún no ha puesto sobre la región ni la mitad de los 3.000 millones de dólares prometidos.

No tenemos espacio ni tiempo para abordar el destino de las ayudas oficiales, pero todos los datos apuntan a que gran parte de las obras de reconstrucción de infraestructuras que se han abordado a través de las ayudas internacionales (carreteras, puentes…) volvieron a ser destruidas por las lluvias meses después, o se han dirigido a zonas poco castigadas por el fenómeno meteorológico de otoño de 1998 pero en las que había intereses y compromisos bilaterales previos.

El panorama, como ven, no es muy alentador y parece que se frustran las esperanzas que algún día se vislumbraron como la gran oportunidad de Centroamérica para ese salto anhelado al desarrollo regional. Parecía entonces que el impulso internacional que se anunciaba iba a ser capaz no sólo de alentar la superación de la crisis brutal que se cernía sobre la región, sino de levantarla a cotas de desarrollo antes no imaginadas.

Hoy por hoy nos podemos conformar con que las heridas se cicatricen en el menor plazo posible y nada más. Estamos diciendo, por tanto, que cuando la abrumadora mayoría de la ayuda se establece por los cauces bilaterales oficiales de país a país y queda condicionada por los intereses mutuos (económicos, políticos, estratégicos) y no por auténticas políticas de colaboración internacional de lucha contra la pobreza, los cambios estructurales que se requieren para situar a los pueblos en el auténtico camino del progreso se arruinan permanentemente. Y reconoceremos, en honor a la verdad, que las ONG de acción humanitaria, a pesar de haber constituido una novedad fresca e importante en el panorama de la cooperación internacional, no están aún en condiciones ni tienen la capacidad de ser esa alternativa real que requiere el complejo escenario internacional.

El Mitch trajo algunos avances en el debate y en las estrategias que marcaron algunos hitos destacables. La deuda externa, en este caso de Centroamérica, y su necesaria condonación. Iniciativas de algunos países de plantear una moratoria en el cobro, primero, y en condonarla, después, supusieron un avance y un precedente interesante. Falta asegurar que esa deuda, que pasa del debe al haber de los países centroamericanos, repercute de alguna manera en mejorar las condiciones de vida del 80% de la población que vive en la pobreza, y no vuelva a ser una ayuda para el bienestar sin límites de las elites asentadas en el poder.

De sobra sabemos que, históricamente en Centroamérica, las crisis las sustentan los más vulnerables, y en la bonanza la riqueza se distribuye de manera desigual y, mayoritariamente, hacia el bolsillo de las elites dirigentes. Plantea por ello el Plan de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que el crecimiento en América Latina es un crecimiento sin empleo (no aumentan los puestos de trabajo), sin voz (crece la economía pero no la democracia) y sin futuro (la actual generación despilfarra los recursos que necesitarán las generaciones futuras).

Entonces ¿será posible revertir la inercia de la globalización -sólo se globalizan las finanzas y la comunicación- para que los beneficios globales atiendan las necesidades de todos? ¿Será posible conseguir que el excedente económico que generen algunas condonaciones de la deuda externa centroamericana se traduzcan en políticas sociales? ¿Alguien cree sinceramente que la condonación de la deuda externa a Honduras se plasmará en más escuelas, más puestos de salud, más letrinas para la población rural y en más respeto para la dignidad de las mujeres, sin más esfuerzo que la firma de un protocolo marco y las oportunas bendiciones del Fondo Monetario Internacional? Nadie cree en milagros y mucho menos en promesas de quienes nunca las cumplen.

No hay otra alternativa para Centroamérica, y para el mundo, que los cambios estructurales desde la base. Ni siquiera las ayudas faraónicas que se anuncian cuando viene el desastre, y que, por cierto, luego no se materializan, van a salvar a los pueblos del subdesarrollo, la enfermedad, la miseria y la injusticia. Sobre todo si esa colaboración viene infectada por el principio inamovible de que nada debe cambiar porque a todos nos interesa que así sea.




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