Ante la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes es preciso recordar lo que Sócrates escribía hace ya 25 siglos: “Los jóvenes de ahora aman el gasto, tienen pésimos modales y desdeñan la autoridad. Muestran poco respeto por sus superiores y ya no se levantan cuando alguien entra en casa. Prefieren perderse en charlas sin sentido a practicar el ejercicio como es debido, y están siempre dispuestos a contradecir a sus padres y a tiranizar a sus maestros”.
Ha sido una constante la confrontación entre generaciones pero en nuestro tiempo, resulta alarmante por descontrolada. Y yo entiendo que es un síntoma de vigor y de esperanza porque expresa una disconformidad con una realidad social que no les gusta. Por injusta e insegura, por imprevisible e insolidaria, porque no pueden comprenderla y no encuentran su puesto en ella. Ese malestar lo expresan a gritos o con silencios que hieren, encerrándose en sus cuartos o aislándose tras los auriculares que les conectan a los MP3.
La mayoría de los padres españoles cree que les tocaron vivir momentos más duros y que fueron más trabajadores, más maduros y más respetuosos que sus hijos, cerca de seis millones de jóvenes. Tratan de educarlos desde la comprensión y el diálogo, y no desde el autoritarismo de los abuelos. Los padres tropiezan y dudan cuando tratan de inculcar a sus hijos los valores que creen deben regir sus vidas en un futuro que adivinan laboral y socialmente complejo: el esfuerzo en los estudios, la diversión responsable, la disciplina, la solidaridad, el respeto o la promoción de los afectos. Los progenitores arrojan la toalla y delegan en los profesores o en el psicólogo. Lo hacen después de haber llegado al convencimiento de que su capacidad de influencia es casi nula. Sienten que fueron esclavos de sus padres y ahora, de sus hijos, que son en buena medida muy parecidos a ellos.
Pero nos encontramos ante una generación más libre y que pretende ser más responsable para abordar su futuro.
La trepidación les conduce a una incómoda soledad y a una sensación de no llegar nunca a tiempo. No sabemos a dónde, pero tenemos la sensación de que vamos a llegar tarde. Nos agitan, nos golpean y zarandean, nos desconciertan y abruman para que no pensemos. De ahí que muchos jóvenes opten por evadirse, por disfrazarse y por integrarse en la tribu para encontrar algo de solidaridad y de consuelo. Ese denostado botellón, esas vestimentas, esos tatuajes y piercing, esa música y esas danzas son atavismos ancestrales para no dejar de ser ellos mismos, para soportar la espera mientras recuperan unas señas de identidad que les permitan decir Yo sé quién soy y quiero ser responsable de mis actos.
Si la educación consiste en dirigir con sentido nuestra propia vida y poder así afrontar las circunstancias, a las personas mayores les cuesta admitir que sus hijos están pasando unas auténticas pruebas iniciáticas propias de un cambio de Era, más que de siglo. Vivimos en plena revolución de las comunicaciones, todo se ofrece como espectáculo al alcance de la mano y con una inmediatez que desborda nuestras posibilidades reales de procesar tanta información. La publicidad nos golpea con tal machaconería que nos incapacita para tomar decisiones y nos compulsa a unirnos a la mayoría. Las mayores falacias de la publicidad, a fuerza de ser repetidas, terminan por ser creídas. El patético espectáculo de los políticos, de sindicalistas y de pretendidos líderes religiosos y de opinión, así como de programas de radio y de televisión desde los que algunos se alzan como profetas, no hacen más que desconectar a los jóvenes que necesitan referentes de autoridad, de buen juicio y de coherencia. Es un error sostener que a los jóvenes les asustan el orden y la exigencia. Al contrario, si a un joven le pides poco no te dará nada, si les pides mucho te lo darán todo. Esa es la experiencia cotidiana en las organizaciones de la sociedad civil con los voluntarios sociales que asumen un compromiso movidos por la compasión o espoleados por la injusticia. Lo que admiran y respetan no es la educación como transmisión de conocimientos sino la capacidad de los maestros para extraer lo mejor de cada uno de ellos. Que eso significa educcere. Aunque dé la impresión de que actúan en manada, prefieren el trato personalizado, el ser escuchados, la pertenencia a un grupo, para repetir con Shakespeare “Nosotros, pocos; nosotros, felices y pocos; nosotros, banda de hermanos”.
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