Levantarse y ducharse por la mañana, vestirse, desayunar y llevar el coche hasta el trabajo parecen hechos individuales. Pero la batería del despertador, los ingredientes del shampoo y del jabón, la ropa limpia y los zapatos, el café, el pan, la mantequilla, la pasta de dientes y el coche que nos lleva hasta el trabajo nos relaciona con miles de “desconocidos”.
Hombres, mujeres y hasta menores de edad están en la cadena de producción y de distribución de materias primas y de productos manufacturados. Su sueldo, sus condiciones de trabajo y de vida, el impacto de lo que hacen sobre la salud de ríos, mares y tierras determinan el precio de lo que vemos tras los escaparates y que luego compramos, utilizamos y tiramos. Y que muchas veces acaba en vertederos en países del llamado “Tercer Mundo”. Se exportan los residuos como si la contaminación del planeta tuviera nacionalidad.
Sin sus consumidores no son nadie Coca Cola, Shell, Nike, Kraft, Benetton, Zara, Nokia, Ikea. El poder del consumidor radica en que la cadena de consumo siempre pasa por él. Así lo sostienen Laura Villadiego y Nazaret Castro, autoras del libro Carro de Combate: consumir es un acto político, y los ponentes que invitaron a la presentación de su libro en Madrid.
Hay que dar un paso más allá de la necesaria sensibilización sobre la procedencia de los productos que consumimos y las condiciones con que se fabrican y se transportan. Esta creciente conciencia tiene que traducirse en una presión a los representantes políticos para que legislen de manera que las empresas respeten los derechos humanos y el medioambiente, o para que detengan tratados como el de “libre comercio” entre Estados Unidos y la Unión Europea, cocinado a espaldas de los ciudadanos. Muchas multinacionales se registran en paraísos fiscales y ponen sus fábricas en países con legislaciones más débiles. Ahí vuelve a entrar en juego el consumidor: el boicot a los productos de esas empresas. Las nuevas tecnologías y la información que hay disponible permite difundir con facilidad las listas de empresas que buscan beneficios a costa del planeta y de la dignidad de las personas.
Es entonces cuando pasa del conocimiento al acto consciente de buscar productos que se fabriquen en otras condiciones, que no perjudiquen la salud y que respeten su entorno natural. Se toma conciencia de que formamos parte de nuestro entorno.
Esta globalización produce una paradoja denominada la maldición de los recursos. Tener grandes reservas de petróleo, como les ha ocurrido a decenas de países, ha contaminado ríos y mares, producido guerras y desplazamientos de millones de personas. El plástico que llevamos en la ropa que llevamos y la gasolina de nuestros coches se alimentan de estos procesos.
Gran parte del oro de Filipinas, uno de los principales productores en el mundo, proviene de pequeñas minas donde las familias, niños incluidos, escarban, criban, machacan y transportan el material en bruto. Para la extracción manual del oro, muchas veces se utiliza mercurio en un proceso que contamina la tierra y el agua, con consecuencias para la ingesta de alimentos. El mercurio que inhalan en las minas acaba en la sangre de los trabajadores, muchas veces con consecuencias letales. El conflicto armado en Birmania se relaciona con también con la explotación de oro.
Los periodistas Jason Motlagh y Larry Price han investigado sobre estos casos para el Pulitzer Center on Crisis Reporting, dedicado al apoyo del periodismo independiente con proyectos como bienes globales, costes locales. Han financiado a periodistas que investigan sobre el impacto que tiene nuestro modelo de consumo en distintas comunidades.
Tomar conciencia del impacto de nuestro estilo de vida contribuye no sólo a la mejora de nuestra vida por salud y por coherencia, sino también la de tantas personas “desconocidas” a las que deberíamos agradecer y respetar.
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