Solidaridad por obligación
Así se confirma otra vez que el proceso de construcción europeo avanza o retrocede en función de las crisis que sufre
Por Sami Naïr
La acogida de los refugiados, voluntaria u obligada, es una necesidad humanitaria, un deber moral, una huella de lo que queda de civilización en un mundo donde proliferan la xenofobia, el racismo, el odio. Pero la opinión pública europea está dividida a la hora de hacer frente a la tragedia de los refugiados: dos sentimientos contradictorios se entremezclan. Por un lado, se quiere expresar la solidaridad y por otro se teme aceptar un grado elevado de inmigrantes económicos.

Los Gobiernos, siempre oportunistas, empezaron por rechazar la ayuda pero cuando vieron cómo la ciudadanía, en especial en Alemania, se movilizaba para organizar la solidaridad con los refugiados, cambiaron de postura. Otra vez, fue la señora Merkel la que dio la señal de la orientación a seguir; declaró la apertura de las fronteras a centenares de miles de personas pero, unos días después, decidió cerrar las fronteras con Austria. Muchos denunciaron este repentino cambio de actitud. Pero en realidad era perfectamente lógico: Alemania quiere acoger a los refugiados e inmigrantes, con tal de poder elegir lo que le conviene según sus necesidades, aunque haciendo de los verdaderos refugiados (sirios, iraquíes y afganos) una prioridad. Lo importante es que, siguiendo a Alemania, unos Gobiernos europeos decidieron hacerse eco de la emoción de su opinión pública a favor de la acogida mientras que otros, cuya punta de lanza es el Gobierno ultraconservador de Hungría, adoptaron una línea tajante de rechazo.

Esta división demuestra, otra vez, la debilidad identitaria de Europa: no hay un cuerpo de valores europeos plena y mayoritariamente compartidos. Intereses económicos, sí, pero valores de pertenencias que puedan generar reacciones éticas comunes, muy pocos. Es la cruda realidad. De ahí la multiplicación de reuniones de ministros del Interior europeos, de cumbres de jefes de Estado y de declaraciones amenazantes de unos o intempestivas de otros. El resultado es conocido: la “obligatoriedad” de cumplir las decisiones de los más potentes.

Cuando un ministro alemán amenaza cortar los fondos estructurales para los países reacios a la ayuda, el camino está claramente diseñado. Así se confirma otra vez que el proceso de construcción europeo avanza o retrocede en función de las crisis que sufre y siempre bajo la batuta de los más fuertes. Se trata, en realidad, de una Europa disciplinaria, después de haber sido voluntaria. Es decir, ¡cuán profunda es la crisis de Europa! Además, la “obligatoriedad”, pese a que es necesaria y paradójicamente civilizadora en el caso actual de los refugiados, no fortalece la identidad europea sino que favorece el auge de los resentimientos nacionalistas. Lo que demuestra, otra vez, la necesidad de abrir el debate de valores sobre lo que quiere ser en sí misma Europa. Cuando en Siria, país vecino, hay ocho millones de desplazados, cuatro millones de refugiados y más de 200.000 en las fronteras europeas, este debate de valores se vuelve más que imprescindible, sobre todo si, al mismo tiempo, unos países europeos están interviniendo militarmente en este país.




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