La Red es un espacio abierto y descentralizado, que horizontaliza la sociedad. Al igual que el mercado tiene una estructura igualitaria, pero muestra las limitaciones inherentes a todo sistema de agregación, como una peculiar promoción de la desigualdad. No haríamos una descripción cabal de la política de las redes si nos limitáramos a celebrar sus propiedades democratizadoras sin advertir sobre sus riesgos, sus contradicciones, sus límites, y los interrogantes que plantea un despliegue todavía abierto. Uno de los primeros interrogantes tiene que ver con la cuestión de la igualdad. Esto nos permite hablar de una brecha digital, y de pobres y ricos en materia de datos.
Hay diversos tipos de desigualdad digital y unas asimetrías considerables. Las redes sociales son tan accesibles como los bancos de datos o la posibilidad de ganar popularidad en Internet. Pero esta accesibilidad no resuelve la cuestión de la igualdad: no suprimen las desigualdades del mundo analógico y se ponen en marcha otras específicas de estos medios.
Es cierto que los internautas se critican unos a otros en un espacio horizontal, pero no lo hacen en un contexto de igualdad, sino en otro que tiene el riesgo de marginar a los silenciosos y a los no conectados. Ciertos ciudadanos son excluidos del paraíso digital de diversas maneras: además de por no disponer del software o del hardware adecuado, por carecer de la formación necesaria para usar las tecnologías disponibles, por incapacidad de encontrar los espacios o el contenido apropiados a sus circunstancias, orientación y experiencias. Quizás hay un efecto Mateo en las redes, de manera que quienes ya están bien relacionados en el espacio físico lo están también en el espacio virtual. El ciberespacio amplifica las voces de aquellos que gozan de una cierta ventaja y, frente a las aspiraciones de lograr una profundización en la democracia, Internet refuerza el status quo.
En el universo del big data hay lo que podríamos llamar ricos y pobres de datos. Esta diferencia tiene sus causas en la desigualdad de la producción de datos, a su utilización e interpretación y en relación con la reputación, valorización y visibilidad que estos medios realizan.
El entusiasmo que rodea el tema de los datos no debería llevarnos a pensar que todos tenemos el mismo acceso a ellos. Que los bancos de datos sean públicos no quiere decir que todos tengamos la misma capacidad para gestionarlos. Hay tres clases de personas en relación con los bancos de datos: quienes los producen, los que pueden almacenarlos y quienes saben valorarlos. Este último grupo es el más pequeño y el más privilegiado.
Los algoritmos, que parecen limitarse a registrar la popularidad y reputación, también generan desigualdad. Los algoritmos se proponen calcular la verdadera naturaleza de la sociedad, sus gustos, valoraciones y estimaciones, a partir del comportamiento de los internautas. Quienes los diseñan parten de que las noticias no deben ser elegidas por los periodistas, no son los políticos quienes establecen la agenda política, la publicidad no debe ser la misma para todos y las categorías de pertenencia tradicional representan mal a los individuos. El procedimiento que propone registra la reputación a partir del movimiento de los internautas y de este modo se supone que nos libera del paternalismo de los prescriptores. Nos aproximaríamos así a un mundo sin prejuicios ideológicos, racional, emancipado de la subjetividad de quienes lo gobiernan. En su versión economicista, los liberales defienden la capacidad de la sociedad de organizarse confiando al mercado la tarea de reflejar lo que los Estados deforman; en su visión libertaria, estaríamos ante un mundo articulado por la agregación de la multitud sin autoridad central. Lo que parecen ignorar es que de este modo se replican también las jerarquías y desigualdades sociales.
Los algoritmos del big data registran o jerarquizan sólo en virtud del rastro que dejamos con nuestros comportamientos, y en este sentido pueden reclamar para sí un respeto por nuestras decisiones libres, que no condicionan. Se trata de una técnica que parte de la premisa de que cada uno puede escoger libremente.
Pero esta pretensión tiene un efecto ambiguo en lo que se refiere a la igualdad. Resulta paradójico que mientras los internautas se consideran como sujetos autónomos y libres de las prescripciones tradicionales, los cálculos algorítmicos nos condenen a no escapar de la regularidad de nuestras prácticas, como si estuviéramos atrapados por nuestro propio pasado y fuéramos incapaces de modificarlo. Esta es la raíz del conservadurismo implícito en el big data. Los algoritmos que se presentan como reflejos de los gustos y elecciones de la gente, y que sólo pretenden identificar comportamientos de los internautas, reproducen sus desigualdades y discriminaciones.
Los algoritmos concentran la atención en unos pocos y sobrevaloran a los bien posicionados. La Red proporciona a los mejores dotados unos mayores medios de enriquecer su capital relacional y de acceder a más recursos y oportunidades. Los propios datos son desiguales y quien los interpreta ha de distinguir entre aquellos producidos por cualquiera y aquellos que han sido lanzados por instituciones que tienen una intención de ganar reputación o que compiten por la atención del público. El mundo visto por Google es un universo meritocrático que confiere una visibilidad desproporcionada a las páginas web más reconocidas, exacerbando así las desigualdades. La fabricación de la popularidad viral privilegia el mimetismo y la obsolescencia. Asistimos a una concentración de la atención en torno a ciertas informaciones que adquieren una gran popularidad, repentina y breve, en virtud de los efectos de coordinación que orientan al público hacia determinados productos. El espacio de Internet y la dinámica de las redes sociales ha desestabilizado la verticalidad del mundo analógico. Pero sigue habiendo ricos y pobres en el mundo digital.
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