Ilusión es la palabra que para mí mejor resume aquellos años finales del franquismo y primeros de la Transición, hasta la instauración definitiva de la democracia. Aquella fe ciega en que todo iba a cambiar y en que nuestra generación sería la primera que no fracasaría tras siglos de autoderrotas.
Hoy, cambio la ilusión por la esperanza, que no autoengaño. Para eso le he robado el título de este artículo a Ernst Bloch, cuyo libro se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica que, según Habermas, conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia “justa”, la planificación centralizada, el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal. No obstante, Bloch acabó sus días no en la República Democrática de Alemania, sino en la Federal. La palabra esperanza no tiene cabida en la previsión y organización del marxismo.
Como escribió Unamuno en ‘El sentimiento trágico de la vida’, yo creo porque espero. Espero que España no delire como tantas veces a lo largo de su historia, pues ya sabemos cómo acaban estos desatinos. “España ha delirado”, escribió María Zambrano, “ofreciendo en su delirio su sangre. Toda la sangre de España por una gota de luz. Por eso tiene derecho —¿sabrá aprovecharlo?— a la esperanza”. Cioran insistía en ‘La tentación de existir’ en ese sentimiento negativo español de embadurnarse en la muerte, en convertirla en experiencia visceral. Esto nos hacía retroceder a los españoles “hacia lo esencial, hacia la nada”. Y añadía el filósofo rumano: “Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega uno advierte que, para ellos, España es una paradoja que les atañe y que no logran reducir a una fórmula racional”.
Esperanza es una de las palabras más repetidas y deseadas en la historia de España. Larra terminó así su artículo ‘El día de difuntos de 1836’ : “¡Aquí yace la esperanza!! / ¡Silencio, silencio!!!”. Pero Fígaro jamás guardó silencio y nos enseñó que en tiempos como los suyos, como los nuestros, “los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar”. No callar es una forma de esperanza.
La razón no puede florecer sin la esperanza y viceversa. Gabriel Marcel, autor teatral y filósofo francés, clamó durante la ocupación alemana que la desesperanza era una deslealtad a Francia. Yo también afirmo que la desesperanza es una deslealtad a España.
Sin embargo, no hay que olvidar que la esperanza es enemiga del utopismo, de la pasión, de lo irracional, de las certezas insoslayables, de las verdades sacras aunque laicas, de las fórmulas mágicas para arreglarlo todo. Ya lo dijo Gracián: “La pasión enemiga de la cordura”. La esperanza misma es la posibilidad de la felicidad y se puede esperar cualquier cosa con tal de que no sea imposible. La esperanza es lo que nos queda cuando ya solo nos queda la esperanza. Es decir: paciencia, persistencia, tenacidad, obstinación, deseo, expectativa.
Yo tengo esperanza en la democracia y en la Constitución, con las revisiones que sean menester. Yo tengo esperanza en la monarquía parlamentaria, no ha existido mejor diplomacia. Yo tengo esperanza en la labor de Estado y no empresarial de los partidos políticos. El duque de Angulema, enviado a España para reinstaurar a Fernando VII tras el trienio liberal, escribió lo siguiente a su ministro de Exteriores: “Los partidos son demasiado encarnizados y están demasiado llenos de odio. Diez años nos quedaríamos en España, y al cabo de ese tiempo se degollarían los unos a los otros, este país se desgarrará durante años”. ¡Ojalá no sea así nunca más!
Yo tengo esperanza en que se combata la gangrena de la corrupción. Yo tengo esperanza en que España permanezca unida y ampare a sus lenguas y culturas compartidas con Iberoamérica. Yo tengo esperanza en que la educación y la cultura sean el asunto primordial de Estado, ayuden a la concordia entre los españoles y no sirvan para sembrar oscura cizaña en conflictos inventados.
Yo tengo la esperanza de que la democracia defienda la libertad individualidad de las personas, sus derechos y su dignidad. Tengo puesta mi esperanza en la solidaridad y fraternidad universal, en la paz interior y exterior ajena a cualquier tipo de fanatismos. Yo tengo incluso una esperanza sin optimismo, como escribe el ensayista británico Terry Eagleton.
La desesperanza es una deslealtad. Un amigo en París, no hace mucho, me dijo que nunca había visto a un país suicidarse con tanta alegría. No me decía nada nuevo. España se ha suicidado muchas veces, pero siempre ha resucitado. Un día Max Brod le preguntó a su íntimo amigo Kafka si pensaba que en el mundo había alguna esperanza. Él le contestó que sí la había, pero no para ellos. Desmintamos a Kafka. Hay esperanza hasta para nosotros.
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