En estos días de tantas decepciones por parte de instituciones, de políticos, de sociólogos, de académicos y de no pocos periodistas vienen a mi mente las sabias palabras del Maestro Raimon Pánikker que tantas veces nos urgía a la reconciliación y al diálogo con los demás y con el propio medio, en el que vivimos nos movemos y somos. Si nadie puede dar lo que no tiene es imposible amar, comprender, acoger, ser portadores de paz si uno no lo ha hecho consigo mismo.
Hay que proseguir sin desmayo los esfuerzos por hablar, por entender y darse a entender, por abrirse a la existencia dialogal. Ocurre algo parecido a lo que sucede con el alcohólico: su problema no es el beber, sino el no poder querer no beber. El problema no es el enemigo, sino el no poder querer tratar con él. La interrupción del diálogo es el solipsismo y la muerte, porque la vida misma es diálogo constante. El otro tiene siempre algo que decir. No soy yo la única ventana por la que se ve el mundo; ni mi yo existe sin un tú y toda la gama de los pronombres personales. ¿Cómo puede el uno saber que es uno sino fuera por el dos, y cómo podría yo saber quién soy sino fuera por ti?
El diálogo es una ciencia y un arte. Implica la ciencia de conocerse a uno mismo como al otro; es la ciencia que sabe que ninguno de estos dos conocimientos es exhaustivo, ni en mí ni en el otro; es una ciencia muy descuidada. Quien se cierra al diálogo podrá ser lo buen estratega y lo astuto que quiera, pero no sabe hablar ni discutir ni, en último término, pensar, por muchos cálculos y predicciones que pueda hacer. Además, el diálogo es también un arte, un quehacer, una actividad, una praxis.
Mucho se ha escrito sobre el diálogo entre las culturas, pero por lo general la mesa del diálogo no ha sido redonda. Se ha presupuesto demasiado rápidamente que las “demás” culturas debían acercarse a nuestra mesa, en la que se come con el cuchillo de los dólares y el tenedor inglés, sobre el mantel de la democracia (entendida a nuestra manera), en platos servidos por el Estado, bebiendo el vino del progreso y utilizando cucharas de desarrollo tecnológico, sentados en la silla de la historia. Con todo ello no decimos que el diálogo deba hacerse sentados en el suelo, comiendo con la mano, bebiendo sólo agua y hablando en chino. Pero sí es cierto que uno de los errores fundamentales es pretender que todos se sienten a una sola mesa, con lo cual lo anglo-sajón sería lo más práctico. El diálogo no es un “meeting” multitudinario en el que sólo hablan los que tienen altavoz y conocen la demagogia; es un acto humano, a escala y con voz humana, en el que los hombres forjan su humanidad discutiendo con la palabra sus divergencias.
Para todo esto hace falta sabiduría, decía Raimon Pánikker. La sabiduría es aquel arte que transforma las tensiones destructivas en polaridades creadoras, y no por estrategia para “salirnos con la nuestra”, sino porque esta polaridad constituye la esencia misma de la realidad. La polaridad no es dualismo, no es binaria, puesto que no se rige por la dialéctica de la contradicción entre los dos polos, ya que el uno presupone el otro y viceversa. La polaridad es trinitaria; de otra manera, los dos polos dejarían de ser polos, con su fusión o su separación total. No sólo existen masculino, femenino y neutro sino el utrum, uno y otro, con personalidad propia y diferencias como categorías del ser. Lo mismo le ocurre al diálogo auténtico entre las personas, porque ningún ser humano es una mónada autosuficiente. No es un diálogo para llegar a una solución, sino un diálogo para ser, porque yo no puedo ser sin el otro.
A pesar de todos los obstáculos, el camino hacia la paz consiste en querer caminar por él. Este deseo de paz es ya en sí pacificador. La paz como fruto de la justicia y no como yermo silencio de cementerios. El deseo de paz equivale a deseo de diálogo, y el deseo de diálogo surge cuando pensamos poder aprender algo del otro, a la par que compartir nuestros puntos de vista. Fanatismos y absolutismos impiden caminar juntos, porque hacen creernos autosuficientes o en posesión plena de la Verdad. Y la verdad no la tiene nadie, me respondió una tarde caminando por los montes de Tavertet, la verdad es aquello que buscamos como adecuación de las cosas con el entendimiento; y con la palabra que brota de un corazón a la escucha, Leb shemá, Adonai El Saddai, como pidió el joven Salomón. Esa sabiduría procede del silencio y de saber estar aquí y ahora.
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