No existe vida humana a la que no le llegue, en algún momento, el dolor o sea probada por algún tipo de sufrimiento. Nos acompaña, desde la cuna hasta la sepultura, adoptando rostros diversos, como son las graves limitaciones físicas, las diversas patologías que afectan al psiquismo, situaciones de miseria, de explotación, de maltrato, de dramas familiares que hacen tambalearse nuestros universos afectivos, de circunstancias diversas que en ningún caso hemos elegido, nos dejan sumidos en el desconcierto y ponen a prueba nuestra capacidad de resiliencia y de encaje del infortunio.
La resistencia frente a la adversidad y la forma como la abordamos constituye, muy probablemente, uno de los más fiable indicadores de fortaleza moral que puede acreditar un ser humano.
Sufre el hombre en su existencia porque ésta es, por su propia naturaleza, caduca, finita, acechada, desde su propio origen, aunque en ello no piense, por la situación límite de la muerte que nos pone ante el espejo de nuestra radical contingencia. Sufre porque le es imposible dar la espalda al hecho de que en la vida, en toda vida humana, lo positivo y lo negativo, el bienestar y el dolor, la experiencia de éxito y la conciencia de derrota se hallan unidas.
Pero esa patente inevitabilidad del sufrimiento no conduce, no debe conducir, inexorablemente, al nihilismo o a la desesperación de quienes se sienten definitivamente derrotados, sino más bien servir de acicate y estímulo para contactar con lo más hondo del propio ser. Para hacer aflorar, desde él, los recursos que permiten al hombre vivir orgullosamente erguido, desde la conciencia de una dignidad que no hay dolor ni sufrimiento que pueda poner en cuestión. Porque, como señala certeramente Tony de Mello, el sufrimiento nos ayuda a despertar, a hacernos cargo de nuestra palmaria fragilidad para desde ella, y una vez sanados de nuestras heridas narcisistas, afrontar la propia existencia con voluntad de superación y ánimo esperanzado.
Desde esa madura aceptación del sufrimiento, es preciso luchar contra él. La invitación a ser feliz, a pesar de las innumerables dificultades que constriñen la existencia humana, no es, procediendo de Jaspers, una elucubración ajena a la vida. Su actitud vital y filosófica frente a las limitaciones que desde su infancia pusieron a prueba su fortaleza moral, le convierten en un verdadero paradigma de cómo es posible hacer frente al infortunio. No se dejó vencer por enfermedades pulmonares incurables, ni por afecciones reumatoides e intestinales que le afectaron desde su más tierna edad. Supo hacerles frente con dignidad y siguiendo la estela de la vocación que urgía su corazón.
La experiencia vital de Jaspers, así como la de tantas otras personas, especialmente probadas en el yunque de la adversidad, patentiza que los seres humanos pueden convertir en oportunidades de crecimiento y desarrollo personal las circunstancias personales más penosas, que no es inevitable caer en los brazos de la desesperación por más que sean importantes las calamidades que puedan afligirnos.
Así lo creyó también Victor Franckl. El reconocido psiquiatra vienés nos ha dejado El hombre en busca de sentido, un formidable testimonio en el que se niega a admitir que el sufrimiento, por terrible que éste sea, conduzca inevitablemente a la destrucción personal o a la pérdida de toda esperanza. Su experiencia de prisionero en un campo de concentración, el análisis de sus propias vivencias y la observación de las reacciones de sus compañeros de infortunio, le llevan a sostener que el ser humano encuentra recursos, aún en medio de las más terribles pruebas, para mantener su dignidad y no dejarse aniquilar por el mal, con independencia del rostro que éste pueda adoptar en cada momento.
Descubrir el sentido de la propia existencia, el sentido que pueden tener para nosotros los más duros retos a que somos sometidos es la mejor garantía de que no seremos anulados por las innumerables limitaciones que nos son propias. Quizás cuando nos golpee el infortunio y seamos castigados por penalidades que se nos antojan insoportables, quizás en esos momentos podríamos sustituir la un tanto absurda o poco realista pregunta de “por qué a mí”, por otra mucho más productiva para nuestro equilibrio psicológico de “para qué a mí”. Mientras que la primera es una expresión de narcisismo la segunda nos brinda la oportunidad de afrontar cualquier tipo de sufrimiento tratando de adivinar qué podemos aprender de él, en qué medida nos puede ayudar a madurar, cómo podemos instrumentalizarlo para crecer como seres humanos.
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