Cuando a Ramsés Cruz se le metió en la cabeza que Cristo no había muerto en la cruz y que había podido representar muy bien su espectáculo para que la mentira perdurara por más de dos mil años, se dijo que él tenía una misión igual o superior a la de Jesús de Nazaret; entonces, desde la productiva soledad de su encierro, puso manos a la obra y empezó a montar una escena similar. «Vea, doctor González: si Cristo pudo en esas épocas, por qué no voy a poder yo ahora, con todos los laboratorios y estudios que existen…», y me mandó a conseguirle investigaciones y detalles, conceptos técnicos y científicos de médicos y químicos de aquí y de allá, de Hungría y del Tíbet, de donde nos pudieran hablar de las verdaderas capacidades de la mandrágora.
Cultivamos la yerba en los climas que nos dijeron, la trajimos de las montañas de Trieste y de las cuevas del Nepal, la preparamos como indicaban en los libros rumanos de brujería o El resucitado como finalmente nos recomendó el científico que contratamos en el Brasil para que hiciera las pruebas con micos, con el fin de salir de dudas y garantizar así el procedimiento. Él llegó a esa conclusión porque se atragantó con los libros que le conseguimos sobre Cristo, los hindúes y hasta Buda por los días en que se tornó, desde la celda de la cárcel, estudiante a distancia de la Universidad Santo Tomás. Fue muy diligente en acumular todos esos conocimientos y en dejarlos ordenados y legajados, de tal manera que, cuando me tocó ir hasta la penitenciaría de La Dorada a recoger sus cosas personales y me entregaron el cuadernillo escrito de su puño y letra con las observaciones sobre Cristo y su crucifixión, entendí toda la maraña en la que se había metido. Sin embargo, no puedo negarlo: si no hubiese sido por el desespero de escaparse del encierro en que lo metían cada vez más, aumentándole las penas o abriéndole más investigaciones; si no hubiese sido porque él sospechaba —con toda razón— que el presidente Uribe terminaría despachándolo para Estados Unidos, como había estado haciendo con todos los traquetos para complacer a Washington y recibir armas y dólares a cambio, Ramsés no se la habría jugado toda por la mandrágora; pero más aún, si no hubiese estado tan convencido de que ese procedimiento era el que lo iba a liberar en forma definitiva, seguramente que el fracaso habría sido total.
Estoy seguro de que fue su fe en salir adelante lo que todavía lo tiene ahí, esperando que Fátima o el doctor Estrada le encuentren el antídoto. Muchas veces he pensado que si yo hubiera asumido la dirección general del operativo de la misma manera en que coordiné con mis corresponsales extranjeros, así como en mis viajes a la China y la Cochinchina, la consecución de la literatura y las semillas, los micos y los experimentos, Ramsés gozaría hoy a plenitud, lleno de gloria, el triunfo de su idea macabra. Pero como Fátima y Gossaín se atravesaron. Como ellos siempre saben más que todos los abogados y que todos los economistas y que todos los administradores que han estado contratando desde hace tanto tiempo, me excluyeron en el trámite final y me pusieron solo a que tuviera perfectamente aceitado el proceso de conseguir el legista para la mañana del domingo, que fuera estudiando cómo sacarlo en un avión militar que despegara de la base de Palanquero —a donde trasladaríamos el cadáver—, que acudiera una patrulla del Batallón Vencedores a recibir el alijo en el aeropuerto de Santa Ana, en Cartago, y lo custodiara hasta el hospital de Zarzal, donde habría que hacerle una segunda autopsia para acallar a todos los capos metidos en la gran guerra contra Gossaín, que, al igual que los periodistas inventones, requerían saber si Ramsés había sido de verdad declarado muerto por un infarto masivo en las arterias colesterólicas o, si como ya estaban sospechando, que había muerto envenenado por alguno de los guardianes traicioneros.
Todo resultó a la perfección, tal cual me lo había imaginado. Por eso me han salido siempre bien todas las argumentaciones jurídicas que he armado para mis clientes. Lo que pasa es que muchas veces —cuando no la mayoría de las oportunidades— los clientes me resultan más pretenciosos de lo admisible y cambian las determinaciones por darse el lujo de creerse mejores abogados que yo. Así fue cuando me dieron la orden de no continuar más con los estudios y experimentos y Fátima y Gossaín se apersonaron del engorde del marrano, de la medida exacta de las yerbas que habría de tomar, y alistaron el antídoto que habíamos comprobado en los laboratorios de la Tecnológica y repasado una y otra vez en los micos aulladores que nos traían desde el Amazonas. Ellos dos, con la prepotencia que concede el ejercicio de la guerra y el poder de las armas, asumieron la totalidad del operativo y yo pasé de ser el promotor al simple ujier abogadil que hace un mandado. No volvieron a ensayar con los micos, sino que empezaron a experimentar sin compasión y sin escrúpulos con los memes del cañón, y aunque en casi todos el procedimiento resultó positivo, en por lo menos media docena de esos pobres indios, sobre todo en los que trabajaban en la mina de oro,el resultado fue fatal. Pero como para ellos la vida de un indio ha valido menos que la de una vaca y lo que estaban buscando era el éxito de la teoría de Ramsés sobre la crucifixión de Cristo, esos gastos eran despreciables. Probablemente, allí residió parte de la falla. Los indios usados estaban acostumbrados a utilizar todas esas yerbas para doparse o extralimitarse, para ponerse en contacto con el más allá o para hacer el amor, y una cosa era la hemoglobina de los memes y otra muy diferente la de Ramsés Cruz. Lo cierto es que o la medida no fue exacta o lo que le dieron se potenció por el exceso de alcohol del licor que nunca previeron que el desesperado de Ramsés iba a tomarse.
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