Tenemos mucho que meditar, pues si importante es conocerse a sí mismo, no menos fundamental es tomar una ración de soledad, en cualquier parada silenciosa, para llegar al fondo y al alma de los caminos. Por desgracia, nos falta tiempo para el sosiego. Vivimos al borde de la locura, destruyendo más que construyendo, afanados en mundanidades que nos impiden entrar en sintonía con la verdad, aquella que emana de nuestra propia conciencia. Maldito adoctrinamiento. Maldito poderío. Maldito mundo podrido encerrado en sí mismo, que no siente ni padece por los demás. Precisamos, pues, fortalecer el corazón, antes de que el corazón deje de latir, por tanta indiferencia acumulada e ingratitud vivida.
Bajo la losa del adoctrinamiento más repelente todo es esclavitud. No hay mayor sumisión que no poder emanciparse de la mentira. Tampoco es fácil, por otra parte, romper sujeciones. Para empezar, apenas nos dejan tiempo para reconocernos y amarnos, para querernos en definitiva, mientras solemos dejamos dominar por pedestales crecidos en la maldad. Ante esta bochornosa realidad, creo que nos falta diálogo con nosotros mismos y nos sobran predicadores, cautivados por el odio y cultivados en la venganza, que abusan dialécticamente de la palabra. No la conocen como latido. Por eso, pienso que sería bueno recluirnos en soledad, escucharnos por dentro para poder percibir la poesía con la que nos habla la vida, de la que todos formamos parte. Nos hará bien, mucho bien. Estoy convencido de ello, y así podré hacerme más fuerte, más yo, más de todos y de nadie. No olvidemos que una sociedad del bienestar, no es una sociedad del bien ser, y aunque pueda estar materialmente desarrollada, suele oprimir el ánimo que es lo verdaderamente significativo.
Reflexionemos sin cesar, vuelvo a repetirlo. Necesitamos que nuestra dimensión espiritual crezca a la par que otras visiones. Hoy más que nunca requerimos llenarnos de amor para llorar más. Sólo así podremos fraternizarnos, vivir armónicamente con nuestras lágrimas y con los llantos de nuestros análogos. Son muchos los dramas que tenemos que repensar para que retorne la concordia sin cadenas, la abundancia sin derroches, la paz sin armas. Desde luego, la autosatisfacción de cada ser humano es más interna que externa, más centrada en el propio sentimiento y, gracias a todo esto, más de donación que de propiedad. En ocasiones, nos cuesta tanto encontrar caminos de justicia, porque quizás descuidamos el amor a lo que somos y por el que existimos. Tal vez, entonces, no existiría este huracán de intolerancia que nos está dejando sin esperanza. Tengamos en cuenta que el terror, por si mismo, se injerta de naturaleza maligna, es una guerra reforzada que modifica comportamientos, genera incertidumbre y divide a la sociedad. Ante esta atmósfera destructiva del ser humano como tal, indudablemente, es necesario hacer justicia, pero la verdadera ecuanimidad no se contenta con castigar al culpable o culpables, hay que avanzar y hacer lo posible por corregir, mejorar y educar al ser humano para que madure y pueda cambiar, si es que quiere vivir y dejar vivir.
Seguramente tengamos que cohabitar de otra manera. Siempre hay alguien que te ordena lo que tienes que hacer, aunque contradigan tus propios pensamientos. De ahí mi apuesta por el silencio, máxime cuando vivimos bajo una manipulación perversa, muy sutil, en demasiados momentos. Otras veces, también nos desvive dejar oír nuestra voz, y olvidamos lo único realmente sustancial: hallarse. Únicamente así podremos transformarnos, ser más humanos para acoger, aceptar y abrazar. Las muchas situaciones de exclusión y desigualdad no sólo indican una falta de hermanamiento, sino también de frialdad hacia nuestros semejantes. Nada nos fortifica tanto como el amor verdadero. Es verdad, que andamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia? Quizás sea bueno, en consecuencia, resistir a tantas tentaciones diabólicas, abriéndonos a todas las culturas para no caer en la estúpida pereza de no hacer nada por derribar muros. No perdamos de vista que, las grandes elevaciones del espíritu, no son posibles sino en la soledad y en el silencio.
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