Por Pablo Blázquez
Que el magnate republicano Donald Trump haya llegado a afirmar que el cambio climático es un invento de los chinos para quebrar el sector manufacturero de Estados Unidos o que en Fox News algún periodista manifestara, tras la publicación de la encíclica en defensa del planeta Laudato Si, que al Papa Francisco “solo le faltan unas rastas y un perro con pañuelo” para unirse a Ocuppy Wall Street –ya saben, la versión cool de los indignados nacida en Estados Unidos tras el éxito del 15M– ilustra el paisaje delirante en el que nos adentramos al analizar ese movimiento –organizado y generosamente financiado por determinadas fundaciones y empresas– que aún niega el calentamiento global.
A estos incrédulos poco o nada les importa que el 97% de los artículos científicos publicados desde 1990 coincidan en que el cambio climático es una realidad incontestable o que más de 800 investigadores de todo el mundo, bajo el paraguas de Naciones Unidas, hayan constatado que la acción del hombre es el principal motivo de ese aumento de las temperaturas que ya ha obligado a 26 millones de personas a desplazarse de sus países y que puede socavar la salud de un planeta que en el año 2050 contará con 9.000 millones de habitantes, concentrados principalmente en ciudades cada vez más extensas. El desafío al que nos enfrentamos es brutal, pero al igual que otras militancias actuales, como el patético movimiento anti vacunas, que pone en peligro la vida de nuestros hijos en base a teorías dogmáticas e infundadas, el negacionismo climático rechaza la evidencia científica apoyándose en argumentos obstinadamente retorcidos y conspiranoicos que siempre giran en torno a una idea central: la mayor parte de la comunidad científica –y por supuesto, cualquiera que divulgue sus investigaciones– es presa del catastrofismo.
Estas embestidas contra la ciencia se entienden infinitamente mejor tras las revelaciones del diario británico The Guardian, que ha destapado los sobornos que durante años han recibido algunos de los negacionistas más célebres, como el profesor de Harvard Wei-Hock Soon o el senador republicano Jim Inhofe, por parte de determinadas empresas. Este último, tras recibir casi dos millones de dólares para financiar su campaña procedentes de BP (la antigua British Petroleum, responsable del vertido en el Golfo de México), no tuvo ningún reparo en presentarse con una bola de nieve en el Congreso con el propósito de demostrar a los periodistas que “el cambio climático es un fraude”. Resulta bochornoso ver cómo algunos pagan sus deudas.
Los negacionistas climáticos representan un tentáculo de ese capitalismo nihilista que tanto tuvo que ver con el Crash de 2007 y que tan alejado se encuentra de los principios de la economía social de mercado. Su delirio les permite incluso hablar de “progreso”, aunque hace tiempo que vaciaron de significado ese concepto que quizá debiéramos arrebatarles para que recupere el aura, e incluso la entusiasta inocencia, con el que lo empleaban los primeros ilustrados. Quienes no quieren proteger el planeta que heredarán nuestros hijos son, afortunadamente, cada vez menos. Pero no nos podemos confiar. El reto climático es colosal y los Donald Trump de turno aún pueden hacer mucho daño.