La realidad está ahí. No se puede omitir. Cada año se paga un billón de dólares en sobornos y se calcula que se roban 2,6 billones de dólares anuales mediante la corrupción, suma que equivale a más del 5% del producto interior bruto mundial. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, se calcula que en los países avanzados se pierde, debido a la corrupción, una cantidad de dinero diez veces mayor que la dedicada a la asistencia oficial para el progreso. Desde luego, la falta de rectitud y honradez es tan notoria en ocasiones que nos deja verdaderamente abatidos ante situaciones que nos llevan al sufrimiento y al dolor. Sin duda, el entorno no puede ser más desolador: hay muchos pueblos, ciudades y gente, que sufre mucha envida, mucha venganza, mucha mundanidad espiritual y mucha corrupción. Pero todo este ambiente se derrumbará por sí mismo, pues no hay penuria mayor que caminar por la vida hambrientos de dignidad.
La decencia es lo que nos acrecienta un espíritu ético y, a la vez, crítico; que es el que nos hace estar bien con nosotros mismos, llevándonos a rechazar cualquier tipo de violencia. Por el contrario, los caminos que conducen a la insatisfacción se pueden tornar radicales y finalmente en fanatismo e intimidación. La ciudadanía a menudo cree que está a merced de esa fuerza engañosa y que es solo una manera de cohabitar. Sin embargo, cada sociedad, cada sector y cada ciudadano se beneficiarían de otra atmósfera más digna, de unirse contra esta podredumbre de la cotidianeidad. Este año, siguiendo esa atmósfera de alianzas, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) han aunado fuerzas en la campaña internacional contra la corrupción, centrándose en cómo la perversión tiene un impacto en la educación, la sanidad, la justicia, la democracia, la prosperidad y el bienestar.
Precisamente, la campaña internacional conjunta de 2016 se centra sobre cómo esta energía depravada es uno de los mayores impedimentos para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Ojalá tomemos conciencia de ello, y esas personas que hoy tienen autoridad sobre otros, sea económica, política o religiosa, recapaciten y antepongan la grandeza de la honestidad sobre todo lo demás. ¡Bravo! a la Comisión Europea, imponiendo sanciones, a una serie de entidades crediticias por prácticas abusivas, pactando los precios de productos derivados de tipo de interés en euros, lo que viola las normas antimonopolio de la Unión Europea. Asimismo, ¡bravo! por esa ciudadanía que se manifiesta y protesta contra la corrupción política. Igualmente, ¡bravo! a un líder tan emblemático como el Papa Francisco, que no ha dudado en manifestarse mil veces contra la corrupción, llegando a decir que “la hay incluso en el Vaticano”. Como botón de muestra, de esta gravísima enfermedad, la escandalosa concentración de la riqueza global en manos de unos pocos privilegiados, ello es posible con la complicidad de algunos irresponsables con poder en plaza. De pena. Por cierto, ya en su época, Francisco de Quevedo, diagnosticó sobre el trastorno: “Por nuestra codicia lo mucho es poco; por nuestra necesidad lo poco es mucho”.
En verdad, la podredumbre es algo que se contagia, y también en más de una ocasión el Pontífice se refirió a la responsabilidad individual en la lucha contra problemas colectivos: “Si no quieres corrupción en tu corazón, en tu vida, en tu patria, empieza por ti mismo. Si no empiezas tú, tampoco lo hará el vecino”. Los seres humanos se pervierten no tanto por el caudal de riqueza, como por el desvelo de ese caudal; pues, con razón, se dice que la usura es el origen de todos los males. Un mal que más que ajusticiar hay que curar. Ciertamente, causa indignación ver cómo todo se degenera, cómo la corrupción penetra y nos deja un sabor de inmoralidades a su paso. Bajo esta plaga extensiva, tanto las instituciones como el Estado de Derecho se resienten y no podemos disfrutar de ese virtuoso ánimo democrático, que nos dona confianza para exponer los problemas y, así, poner los medios entre todos para resolverlos. En cualquier caso, la adicción al soborno nunca debería ser tratada como un mero delito, quizás deberíamos abordarla más como un problema de estética humana, que exige revisión de alma, puesto que es aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos.
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