Por Adela Cortina
El cerebro es tremendamente plástico y el hecho de que tenga unas tendencias no quiere decir que no podamos modificarlo y encauzarlo en un sentido u otro. Con el libro Aporofobia pretendía constatar que existe esa tendencia al rechazo del pobre y que está en nuestro cerebro y es que sabemos que el cerebro es plástico. Que es posible modificarlo si se tiene voluntad de hacerlo, cultivar la tendencia hacia la justicia y la ética.
Lo cierto es que las puertas se cierran ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas. También ante los gitanos en barrios marginales y rebuscan en los contenedores, cuando en nuestro país son tan autóctonos como los payos, aunque no pertenezcan a la cultura mayoritaria. El problema no es de etnia, de raza y ni de extranjería. Es el pobre, el áporos, el que molesta. Es la fobia hacia el pobre la que rechaza a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos.
Pero es posible favorecer la tendencia hacia la justicia y la ética a través de la educación y de políticas institucionales al efecto, aunque hay autores que piensan que esto es insuficiente. Para cambiar y cultivar esas tendencias, ven óptimo intervenir y mejorar moralmente el cerebro con fármacos. El tema de la biomejora es lícito, pero hacerlo o no es una discusión también ética. Yo estoy en desacuerdo.
Nuestro Estado social de derechos debería intervenir en las políticas sociales, pensadas para proteger a los más vulnerables. Hay cantidad de grupos que montan residencias, gestionan pisos para personas sin hogar. En España hay mucha gente trabajando en esa área, además de ayuntamientos y comunidades autónomas, los voluntarios hacen también una labor impresionante.
Frente a lo que se ha llamado el discurso del odio, la aporofobia es el sentimiento de superioridad de unos frente a otros. Esa situación de desigualdad, convencidos de que yo soy superior, y el otro es inferior. Pero el discurso de la extrema derecha es un error: los franceses no son superiores a los inmigrantes, ni los estadounidenses a los mexicanos.
Rechazamos al pobre, sea un desconocido, un primo o un vecino, porque consideramos que no tiene nada que ofrecer, pero no sólo de dinero vive el hombre. Todo el mundo tiene cosas que ofrecer. Si la actitud es el alejamiento y la asimetría, te pierdes mucha riqueza humana. En nuestro país hemos fallado en la acogida de refugiados. Hemos recibido a muy pocos. Es un derecho de los ciudadanos que se les hable con claridad porque la UE tenía un compromiso de hospitalidad. Ángela Merkel se la jugó en su propio partido. Hay quien se ha esforzado y quienes directamente han cerrado filas, Reino Unido y Hungría, como valedores del cerrojazo. Lo que nos molesta de esa gente que viene de fuera es que sea pobre.
Algo de esto podemos constatar en el trato con muchos gitanos. Es un fenómeno interesante porque no son extranjeros, no pueden ser más autóctonos. No son los mismos los gitanos que triunfan en el mundo del arte y los gitanos que están rebuscando en los contenedores. Hay una diferencia esencial: su economía.
Ese recelo o rechazo hacia el pobre, viene de nuestra mentalidad contractualista, que consiste en estar dispuesto a dar solo con tal de recibir. Cuando una mentalidad contractualista choca con quien no puede dar nada a cambio es cuando se genera la exclusión.
Todos somos un poco aporófobos porque tenemos un cerebro que nos lleva a disociar todo aquello que pueda generar malestar. Este sentimiento se alimentó durante la crisis económica padecida pero no podemos seguir por este camino. La tendencia a la aporafobia se puede limar y a ello ayudará el impulso al pilar social de la Unión Europea en el que confía el presidente francés, Emmanuel Macron, que también ha recibido el apoyo de Ángela Merkel y otros líderes europeos.
Cuando uno tiene una tendencia, extirparla es una cosa un poco rara y lo que funciona es contrarrestarla con virtudes. La compasión es un buen término, aunque hayan querido cargarle connotaciones negativas. Compadecer significa padecer con. Compadecer su alegría, compadecer su tristeza, comprometerse a aliviar el sufrimiento. Como somos iguales, tenemos sintonía. Cuando otros se alegran, me alegro. La compasión así entendida es buena.
Me motiva mucho que en el campo de la filosofía política una serie de autores esté revalorizando el papel de los sentimientos en la vida pública. Hay que rehabilitar las palabras, en este país de envidiosos. Si quieres disgustar a alguien, cuéntale que te ha pasado algo bueno. La clave de la compasión es aliviar el sufrimiento.