LA JORNADA

Zuccolillo pretende morir impune

La impunidad de los  poderosos es una norma en la sociedad paraguaya que sobrevivió a las dictaduras, por lo cual no es extraño que nefastps  personajes partan sin rendir cuentas

Por Luis Agüero Wagner
Decía un sabio pensador que la impunidad es un premio al delito, induce a repetirlo y le hace propaganda, constituyendo un estímulo para el delincuente cuyo ejemplo se contagia con suma facilidad.

En Paraguay, el doble discurso con el cual los viciosos hipócritas rinden homenaje a la virtud, consagra desde los diarios la impunidad propia y crucifica la ajena.

El paradigma situacional de esta paradoja es Aldo “Acero” Zuccolillo, el polémico empresario de medios enriquecido bajo la dictadura de Stroessner, quien pretende morir impune sin pagar sus longevas culpas.

Idea natural para quien se siente tan omnipotente como para clausurar calles en barrios de clase alta y convertirlas en estacionamientos de sus centros comerciales, o intervenir el paisaje depredando plazas para que se visualice mejor la fachada de los mismos.

Todo ello no implica que Zucolillo, al más puro estilo del malhumorado e inescrupuloso Mister Burns de la serie de dibujos animados Los Simpson, se pretenda idolatrado por un pueblo del cual se cree representante más legítimo que las mismas autoridades electas.

Al igual que Montgomery (o “Monty”) Burns, el personaje de dibujos animados de “Los Simpson” creado por Matt Groening, Zuccolillo está habituado a usar su poder y fortuna para hacer lo que le place sin pensar en las consecuencias y sin que intervengan las autoridades.

Uno de las excentricidades de Zuccolillo que evocan a Burns, es el delirio de mantener en su mansión un zoológico ilegal, carente de la licencia ambiental exigida por la Ley y otras reglamentaciones, además de tratarse en varios casos de especies animales exóticas prohibidas de tener en cautiverio.

La prensa fuera del alcance de las manipulaciones de Zuccolillo, hizo saber a la ciudadanía que mientras el dueño de ABC color fustigaba todos los días la depredación de un predio militar desde las páginas de su diario, por la noche depredaba añosos árboles en el lujoso barrio Villa Morra, solo para ampliar las instalaciones de uno de sus locales comerciales.

Indagando en el tiempo y más allá de estas anécdotas, la impunidad de la cual goza Zuccolillo le ha permitido desentenderse de acusaciones mucho más graves.

Nemesio Barreto Monzón, quien lleva décadas siguiendo la pista de los crímenes silentes de Zuccolillo, ha reunido una extensa serie de documentos que lo incriminan con el “asesinato del Capitán Valiente”, en 1976. Otro asesinato en el haber del empresario es el de un sereno de su Ferretería, que no fue advertido que el local sufriría un incendio provocado para eludir impuestos, circunstancia en la que encontraría la muerte.

A ellas se suma el caso del asesinato perpetrado por su socio comercial en la empresa Telsat, el “Gusano” Menocchio, quien además utilizó una camioneta registrada a nombre de Zucolillo para deshacerse de los cadáveres.

Aunque Zucolillo ha logrado silenciar por cuarenta años en Paraguay la participación de su cuñado Conrado Pappalardo, en el asesinato en Washington del ex canciller chileno Orlando Letelier, los esfuerzos por dotar de pasaportes paraguayos falsos a los agentes de la DINA que perpetrarían el atentado mortal con una bomba, aparecen con lujos de detalles en una extensa bibliografía.

Concluyendo el cotejo de testimonios sobre la ayuda de Pappalardo a los asesinos de Orlando Letelier, se descubre que el rol del cuñado de Zucolillo iba mucho más allá de la anécdota de los pasaportes. En realidad, el embajador de Estados Unidos que fue presionado para conceder visados, George Landau, sugirió que lo que se buscaba era la complicidad de la diplomacia norteamericana con un operativo urdido por la dictadura chilena.

Zucolillo pudo llegar a la avanzada edad con la que hoy carga sin mayores sobresaltos, convencido que se encuentra por encima del bien y del mal. Pero como lo escribiera con pluma maestra el poeta Ricardo de la Vega, ni aún acumulando vanidades, propiedades y voluntades podrá ubicarse jamás más allá del umbral de la muerte.

Lo más probable es que pronto se vea a sí mismo, fregando el carro de la muerte tan cuidacoches como cualquiera, y tan limpiavidrios que cabrá en un suspiro.

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